Concurso de Relatos

[Aprobado] Annalathar Clamazur el Agraciado

Nombre: Annalathar Clamazur el Agraciado

Edad: 431 años

Historia:

Oh, brillante Lunargenta, tú eres una dama y no eres una cualquiera. He de decirte que en loor a tus minaretes y esculpidas torres los bardos como yo hemos glosado miles de maravillas que aún a día de hoy hacen llorar hasta a los curtidos ancianos, embadurnando sus mentes de añoranza al recordar el paso de los siglos sobre tus calles; y, hermosa Lunargenta para ti se han cantado mil canciones que han hecho de Quel’Thalas el más hermoso de todos los reinos que pueblan la superficie de este Azeroth que sin ti no sería más que un borrón gris desprovisto de color.”

Sin embargo, el amor que siento por ti me impele a ser sincero y quiero decirte con todo el dolor de mi corazón que, amargamente, ya ha pasado tu tiempo. Sin ser consciente de ello, nuestro pueblo agasajado con las mieles de la complacencia intenta esconder como buenamente puede la decadencia en la que te has adormecido, como una triunfadora que piensa que sus laureles están asegurados en las sienes áureas que descuidadamente inclina para beber el vino de la desidia.

El diván carmesí te ha acomodado y ha paralizado tus músculos. Muy poco a poco, nos has acomodado a nosotros también en tu regazo calmo y tranquilo. Nos cierras los ojos ante las calamidades que amortajan nuestros bosques, y apartas a los mendigos, borrachos y otros indeseables de nuestra mirada digna y soberbia para que no veamos la insidiosa gloria en la que te has sumido.

Pues, oh, Lunargenta, debajo de tu oro se esconden metales menos bellos, menos relumbrantes y menos nobles que aquellos con los que te afanas en envolverte. Maquillas tu rostro, ya anciano, con los más caros almizcles y polvos, y pretendes que aquellos que acudan a tus calles no noten la podredumbre que hemos propulsado sobre ti. Sobre tus torres de oro y plata se practican sacrílegos rituales y sobre tus calles se extiende un manto que trata de cubrir la corrupción imperante en tus calles.

No sé ya si te amo, Lunargenta mía, pues los tiempos en los que te gobernaban los severos reyes que caminaban sobre el sol se han agotado. Nuestro soberano príncipe, reacio a coronarse, se ha marchado de su trono, abandonando a su pueblo y haciéndolo marchar poco a poco hacia una tierra lejana de estrellas diferentes. Las cenizas de nuestros sagrados monarcas empañan ya la hora en la que escribo estas líneas y no soy capaz de continuar permaneciendo a tu vera pretendiendo que nada ocurre, pues sobre mi maltrecho corazón se ha posado el infausto recuerdo de la muerte.

Annalathar suspiró y dejó suavemente el pergamino sobre su escritorio. Mientras la tinta se dejaba secar, aprovechó para posar la pluma de dracohalcón en su estuche y se frotó las sienes con los dedos manchados en negro. No sabía hasta qué punto era buena idea que escribiera lo que acababa de escribir, pues sus incendiarios panfletos, envueltos en un aparente halo poético, revelaban una realidad muchos se esforzaban en ignorar.

Él había sido, en otros tiempos, uno de los poetas más apreciados de la Corte del Sol. Cantaba para el argénteo Alto Rey Anasterian, entronizado en su sitial; glosaba gestas sin par para complacer a la Convocación de Lunargenta, cuyas nobles casas apreciaban las historias del bardo Annalathar. Incluso llamaron el Agraciado, debido a las múltiples dádivas y dones que el Sol Eterno había propiciado sobre él. ¡Había sido tanto…!

Y ahora, toda aquella dorada época se había desvanecido en una nube de polvo y sangre. Como era de esperar, después de la llegada del Azote su vida sufrió un cambio radical tan similar o mayor aún que el del resto de sus compatriotas. Annalathar perdió a su hijo mayor, el valiente Rompehechizos Tartheniel mientras se entregaba noblemente a la defensa de Archonisus, la Puerta Final de la Meseta de la Fuente del Sol. Le contaron que su primogénito combatió heroicamente hasta la extenuación, enarbolando su poderoso escudo, y que se cobró tantas vidas que un muro de cadáveres se formó ante él antes de que cayera ante la nefasta hojarruna de un Caballero de la Muerte.

Annalathar trató de componer una canción para su hijo caída, pero de las cuerdas de su laúd no brotaron más que notas muertas y melodías inapropiadas para el que fuera en otros tiempos Annalathar el Agraciado, uno de los mejores poetas de Quel’Thalas. Ni si quiera era capaz de escribir palabras que loasen a su hijo caído, y aquello le dolía tanto o más como su muerte. ¿Por qué acaso los nigromantes no se lo llevaron a él?

Quizás los tiempos de Anasterian fueron apropiados para la música, la serenidad y la paz. Durante cuatro milenios, el Alto Rey garantizó seguridad y estabilidad a Quel’Thalas aún en el fragor de las Guerras Trol y durante la Segunda Guerra, en la que se zambuyó en el conflicto bélico para ayudar a los humanos en honor a una antigua promesa.

Pero en aquellos tiempos, en los que tantos peregrinos partían a la Tierra Prometida del Príncipe Kael’Thas, ya no quedaba espacio para el distendimiento y la poesía. Quizás hubiera sido mejor que su hijo Tartheniel sobreviviera para empuñar la hoja de la guerra y él pasase a la historia como un poeta caído en la defensa de la Puerta del Pastor, pero no fue así.

Annalathar el Agraciado supervisó su magra habitación con la mirada. Un pequeño camastro de sábanas deshechas, una estantería llena de libros y un escritorio donde consagrar sus días a la escritura. Eso era todo lo que le quedaba. Ninguno de los escasos aristócratas buscaba ya el auxilio de los músicos, a excepción de unos pocos que aún buscaban el consuelo de manos de sus decadentes prácticas en las mansiones y palacetes que salpicaban el Bosque Canción Eterna.

Y Annalathar, que escribió en otros tiempos gestas para los graves nobles de la Convocación de Lunargenta no estaba dispuesto a regalar sus principios y su moralidad junto a sus composiciones a cambio de las comodidades que le brindaría una situación económica mejor. A veces iba a las tabernas junto a su viejo laúd y tocaba canciones a las que los borrachos y los fumadores de cardo de maná, embebidos con el éxtasis de la magia les gustaba corear. Era el único medio que en aquellas horas tenía de sobrevivir.

Alguno de sus colegas, también escritores, trovadores y en general, personas cultas de su entorno le habían aconsejado casarse de nuevo, presumiblemente con una mujer rica y olvidar sus múltiples tribulaciones en los brazos de alguna hermosa dama. Pero Annalathar estaba enamorado de Lunargenta, apenas desde que era un chiquillo, y a pesar de su desengaño con la ciudad de su infancia, seguía adorando aquellas calles llenas de hojarrasca, de oro y mármol blanco en la que tantas horas felices le entregó. Rememoró el movimiento de las hojas de oro y de cobre moverse mecidas por un calmado viento primaveral durante su adolescencia, y a pesar de que Alannathar solía ir a pasear por el Bosque, los sonidos que ahora le deparaba la floresta ya no eran los mismos.

Recordó también a su hija menor, a la pequeña y sagaz Alasori y el corazón se le rompió de la tristeza que le sobrevenía al pensar en aquella inteligente muchacha con las mejillas sonrojadas. A diferencia de su hermano, Alasori sobrevivió a la llegada de la Plaga y fue capaz de sortear los múltiples peligros que vinieron después del ataque de Arthas. Aquello la condujo irremisiblemente a la separación con su padre cuándo Alasori renunció querer tener nada que ver con las energías viles que trajo consigo el emisario del Príncipe, Rommath, ahora ensalzado como Gran Magíster. De Alasori solo supo que se iba a la ciudad de Ventormenta, en el sur, y a pesar de que Annalathar intentó mantener una correspondencia con ella jamás le llegó respuesta alguna para sus cartas.

El árbol en el que Annalathar había besado por primera vez a la mujer a la que amaba ardió durante el asalto de la Plaga. Su tronco, carcomido por el dolor y la llama se convirtió en una masa informe cenicienta que amargaba la vista a cualquiera que lo viese. Aquella mujer a la que quiso en otros tiempos también estaba fuera de su vida, y de su recuerdo solo le quedaban los cientos de poemas que compuso en honor a su sonrisa, a su cabello, a su mirada, a sus palabras y en definitiva a su persona. Jamás los publicaría, pues estaban escritos para ella.

Annalathar se giró hacia el amplio ventanal que se recortaba justo encima de su escritorio de tejo, y posó la mirada sobre el cielo para observar como el Sol Eterno agotaba sus últimos rayos de luz posándose grácilmente sobre aquel mundo que ya no lo recibía. Los tejados de Lunargenta, carmesíes y dorados se entremezclaban con los luceros del atardecer y ofrecían una estampa rompedoramente hermosa, pues el ocaso jamás era motivo de celebración y menos en aquellos tiempos tan oscuros.

¿Qué opciones le quedaban a aquel desafortunado poeta?

Inspirando hondo, Annalathar cogió su laúd, que reposaba a un lado del escritorio, se encaramó sobre su escritorio y cogió el pergamino con el que había estado escribiendo, doblándolo entre sus dedos. Apoyó la mano en el mármol de su ventana, acariciándolo y se mordió el labio inferior mientras miraba hacia abajo. Aquella era la última opción que le brindaba un nuevo mundo que desde luego, ya no estaba forjado para las personas como él. Annalathar el Agraciado saltó, con la esperanza de reencontrarse con su hijo y con su esposa en algún paraíso en el que jamás nadie tuviera que escribir una muerte como la que él mismo, uno de los mejores poetas que el Sol Eterno había visto jamás, se había otorgado.

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