Concurso de Relatos

[Aprobado] Uruviel Lanzasolar

Autora: uruvieluni@gmail.com
Nombre: Uruviel Lanzasolar

Edad: 82 años

Historia:

Unos espesos chorros de sangre caliente tiñeron la nieve. El animal aún luchaba por vivir cuando un segundo tajo le atravesó el cuello y acabó con su sufrimiento. Aquel destrero thalassiano jamás había estado tan lejos de su hogar; había nacido y se había criado en los exuberantes prados de Quel’Thalas. No obstante, y pese al empeño del jinete, halló la muerte en el confín helado de Azeroth: Rasganorte. Tras matarlo, transcurrieron largos minutos antes de que Uruviel reuniese fuerzas para incorporarse y seguir su trayectoria en solitario.

Roheryn había sido un espléndido corcel, y aunque se merecía más honores que servir de carroña a las sierpes heladas de la región, no podía permitirse demoras. En aquellas inmensas y empinadas laderas cubiertas de hielo, ella era tan solo un borrón negro y carmesí a la deriva, una mancha a punto de ser engullida por la ventisca que arreciaba desde hacía horas. El inclemente frío congeló las patas traseras de su montura, y fue justo en ese instante cuando supo que aquel viaje tendría que continuarlo sola.

La nevada se intensificó durante el ocaso, hasta el punto en que la elfa de sangre no lograba ver más allá de un palmo de distancia. Estaba perdida, incapaz de situar con exactitud su campamento en aquel páramo. Se arrebujó con la capa de lana y prosiguió su trayecto hacia ninguna parte, en busca de alguna pista, una señal que le indicase que iba por buen camino.

Cuando estaba a punto de rendirse al sueño que precede a la muerte, el murmullo de unas voces resonando por las montañas avivó su esperanza y le insufló energías para sobrevivir. No estaba sola.

Sus ilusiones se quebraron en mil pedazos cuando, una vez se aproximó a ciegas al lugar de donde procedían los susurros, llegó a su nariz el inconfundible aroma de la podredumbre. ¿Hasta aquel rincón olvidado había llegado la Plaga? Creyó escuchar también los pasos arrastrándose por la nieve sin cuajar y el castañeo enfermizo de unas mandíbulas. Tras unos tediosos segundos de espera, Uruviel estuvo lo bastante cerca para contarlos: media docena, una colección de necrófagos poco nutrida y renqueante, posiblemente destinada allí para acabar con cualquier incauto perdido.

El perfume de la sangre putrefacta y los gemidos le trajeron a la mente recuerdos de otro lugar y de otro momento, aunque con idéntico enemigo: el día en que las altas agujas de Lunargenta se desmoronaron. Aquellos pensamientos encendieron en la mujer el deseo de luchar y cobrarse esas seis muertes como pago por las incontables pérdidas; y si bien su mano derecha alcanzó el mango de su lanza, consiguió sobreponerse a las ansias de venganza gracias al sentido común. Debía velar por su supervivencia. Agotada y con las extremidades ateridas, probablemente sucumbiría tras el primer embate. Estaba tan desolada que apenas si conseguía evocar a la Luz en sus ruegos.

Arrastrando con sigilo su espalda por la falda de una cornisa de piedra, y sin darle la espalda a la manada de no-muertos, encontró un recoveco donde guarecerse: una cueva estrecha y serpenteante que se sumergía en las entrañas de la cordillera. La bajada era tortuosa y sombría. Cuando se internó lo suficiente como para saber que allí no correría peligro, reunió algunas de sus pertenencias para hacer fuego. Con ayuda de yesca, pedernal y un pedazo de su propia capa fabricó una antorcha con la que iluminar el descenso.

No tardó en dar con el final de la caverna: un oquedad más amplia y circular que otrora debió de servir para refugiar a las bestias en época de cría. Empero para su sorpresa, la madriguera seguía habitada, aunque no por un animal.

Un sin’dorei se protegía de la tempestad junto a una humilde hoguera. Tenía el semblante demacrado y el cuerpo oculto bajo un gran número de mantas harapientas. El hombre se alzó sobre los codos y trató de saludar a su invitada con dignidad. A pesar de sus esfuerzos, le fue imposible enderezarse.

–Bal’a dash, malanore.

Uruviel, que ya había deslizado su lanza por encima del hombro en un gesto precavido, se deshizo de sus reticencias y bajó el filo.

–Te pido disculpas, no puedo ponerme en pie para darte la bienvenida adecuadamente. Jamás pensé que alguien daría conmigo en este detestable lugar. Ven, acércate, necesito hablar; llevo días escuchando mi propio eco.

–Me llamo Uruviel Lanzasolar, te agradezco la oferta.

–Lothven Estrella Ardiente, de los Atracasol.

En cuanto soltó los pertrechos que había arrastrado consigo y tomó asiento junto a la lumbre, Uruviel se consintió el lujo de estudiar a su anfitrión. Él era más anciano que ella, se notaba en las maneras y en lo profundo de sus ojos marcados por el vil. Bajo el abrigo vestía una vencida toga de color rojo intenso, con el cuello bordado con hilo de oro, y lucía una piedra sin pulir colgada del cuello que desprendía un halo de energía arcana. Corroboró así lo que él ya le había revelado por sí mismo: era un hechicero.

Pasaron largos segundos sumidos en un silencio incómodo hasta que Lothven carraspeó.

–Te preguntarás qué hago aquí, pero estoy seguro de que no has pasado por alto mi vergonzosa situación: no puedo moverme. ¿Has visto en tu viaje a ese grupo de necrófagos errantes que vagan por este territorio baldío? –Uruviel asintió–. Cuando estaba llevando a cabo una misión para el Kirin Tor me atacaron por sorpresa y me hirieron de gravedad. Por suerte para mí, en mi huida encontré esté refugio.

–¿Hace mucho tiempo de eso?

–No demasiado: intuyo que dos o tres días. Esperaba a que se percataran de mi ausencia y que mandasen a alguien en mi búsqueda. ¿Eres tú quien…? –La elfa de sangre negó con un contoneo de la cabeza–. Eso me temía. Por fortuna, tenía provisiones para aguantar al menos una semana.

–Pero no te dejaré aquí, jamás se me pasaría por la cabeza. Esperaré a que la ventisca amaine y buscaré la ruta hacia mi campamento. Allí podrás contactar con Dalaran.

Lothven Estrella Ardiente condujo sus ojos hasta la lumbre con actitud melancólica. Apenas si respiraba.

–Llevo años lejos de mi hogar. Acompañé gustosamente a Aethas Atracasol cuando partió al norte, pero jamás pensé que permanecería en este glaciar durante tanto tiempo. Yo vivía en el Bosque Canción Eterna, cerca de El Retiro del Errante. Cuando cierro los párpados, aún puedo sentir la brisa primaveral en mis mejillas y degustar el sabor denso y dulce del aire, e incluso escuchar las risas de las damas. ¿Y tú? ¿Echas de menos Quel’Thalas?

–¿Y quién no?

–Y quién no: una buena respuesta. Cualquier maravilla quedaría eclipsada por nuestras elevadas torres de color escarlata que rivalizan entre sí por rozar las nubes; ningún monumento es tan bello como los jardines que adornan la entrada a nuestra ciudad: un vergel rebosante de flora, cada especie más delicada y hermosa que la anterior. Y tú, Uruviel, ¿qué es lo que más añoras?

–Cabalgar.

–¿Cabalgar?

–Me gustaba montar a lomos de mi corcel y recorrer los bosques en soledad. Espoleaba a Roheryn para que galopase tan veloz como el viento y me reía cuando casi no podía respirar. Alguna vez los guardias me amonestaron, pero yo seguía haciéndolo. No te ofendas, pero prefiero mil veces el relincho de un destrero thalassiano que la risa de una doncella –Lothven se sonríe con una chispa de picardía–. Cabalgar fue lo único que me mantuvo en mis cabales tras la masacre.

–No te entristezcas. Volverás a cabalgar, Uruviel. Regresarás a casa cuando ese príncipe maldito haya sido borrado de la faz de Azeroth y nuestra gloriosa ciudad haya sido reconstruida. Regresarás.

–Regresaremos.

–No, joven. Yo no. Tengo que pedirte un favor.

El hechicero retiró las mantas que cubrían la parte inferior de su anatomía y mostró sus piernas, ambas con una gangrena avanzada, repletas de arañazos de aspecto sucio e infectado. Uruviel se apresuró y avanzó hasta él con intención de llamar a la Luz para sanarlo.

–No, no lo hagas. No malgastes tu energía. Ya es tarde para mí. Lo noto en la sangre que corre por mis venas, lo percibo en mis músculos anquilosados: no voy a sobrevivir a la podredumbre. Mi petición es la siguiente: dame una muerte digna.

–No puedo hacerlo.

–Niña, escúchame: provengo de una larga estirpe de magos; he visto cosas que tú jamás alcanzarías a soñar, así que tengo derecho a decidir mi propia muerte. No quiero pudrirme lentamente por dentro, viendo cómo el resto de mis compañeros me observan con condescendencia. Te debes a mí, a tu pueblo: por favor, ten piedad.

La elfa de sangre asintió con expresión amarga. Levantó a Lothven en su lecho y se arrodilló frente a él, pero cuando su mano derecha aferró el arma para aliviar su agonía,sus dedos temblaron y la dejaron caer al suelo.

–Visita El Retiro del Errante cuando regreses y cabalga en mi honor.

Uruviel giró la lanza nada más recogerla y atravesó el corazón del mago antes de que pudiese añadir un suspiro más a su petición. Al sacar la hoja de su pecho, Lothven tosió una masa sanguinolenta de sangre y saliva y cerró los ojos.

–Lo haré.

Tardó un día completo en ponerse en marcha. Cargó con el cuerpo del hechicero a la espalda y caminó por la nieve hasta hallar el campamento. Los restos de su corcel habían sido devorados hasta los huesos. Se prometió a sí misma volver por ellos para quemarlos y esparcir las cenizas junto al El Retiro del Errante.

A fin de cuentas, la promesa hecha a un difunto era sagrada: Roheryn cabalgaría para toda la eternidad en honor a Lothven Estrella Ardiente.

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