CAPÍTULO TRES: LA CORRUPTA FUENTE DEL SOL
Lor’themar esperaba impaciente en la puerta oriental, en ese terreno repleto de escombros que había sido en su día el bazar, entre las deprimentes ruinas de Lunargenta.
Halduron se aproximó. Lor’themar le formuló la inevitable pregunta, a pesar de que sabía perfectamente la respuesta.
—¿Algún cambio?
El forestal negó con la cabeza. Lor’themar se limitó a asentir y a intentar disimular lo mucho que le preocupaba el estado de su amigo Galell.
Al llegar a Lunargenta, Lor’themar y el resto de los Errantes habían reunido a todos los supervivientes que habían sido capaces de localizar. Después, establecieron una posición defensiva en la plaza y acabaron con los no-muertos que todavía deambulaban por ahí y vigilaban la capital arrasada tras la marcha de Arthas. Al día siguiente, los Errantes peinaron el perímetro varias veces en busca de cualquier superviviente que se les hubiera pasado por alto en un principio o que intentase alcanzar la ciudad.
Lor’themar se había encontrado por casualidad a Galell inconsciente en la orilla oriental, en medio de unos restos de madera, junto a los cadáveres de unos cuantos guardianes y el cuerpo de una macabra criatura que recordaba a un murciélago; se parecía a esas bestias muertas que plagaban las plazas interiores de la ciudad y el terreno colindante a esta. Los cadáveres habían sido quemados, por supuesto, y este pronto iba a compartir su mismo destino.
Al regresar a la ciudad, los Errantes habían dejado a Galell en la trastienda de una de las pocas estructuras que seguían totalmente intactas; un edificio de dos plantas que, en su día, antes de esa devastación, había sido una taberna muy popular.
Ese mismo día había llegado a la ciudad un puñado de supervivientes de Quel’Danas; entre los que se encontraban dos hermanos llamados Falon y Solanar. En cuanto se aproximaron, Lor’themar se dio cuenta de que esos elfos traían consigo un cadáver, una figura cadavérica de reluciente pelo blanco ataviada con una armadura. Entonces, se percató de que esos hermanos habían logrado llevarse del campo de batalla al rey caído, a Anasterian, lo cual le sorprendió tremendamente. Enseguida, corrieron muchas historias acerca del coraje de ambos hermanos entre sus compañeros elfos, que ayudaron a levantar ligeramente la moral de los supervivientes, cuyo estado de ánimo era cada vez más sombrío.
Si bien las secuelas de ese desastre los habían sumido en la desesperación y la confusión, había otra razón mucho más poderosa que justificaba que cundiera el desánimo: el estado actual de la Fuente del Sol. La Fuente había cambiado. Lor’themar lo sabía y los demás supervivientes también, aunque no hablaran de ello; no obstante, el señor forestal sospechaba que sí hablaban entre ellos sobre ese tema, pero nunca cuando él estaba cerca.
Aun así, era mejor dejar que los expertos en magia se preocuparan de tales cuestiones. Como señor forestal, estaba obligado a garantizar la seguridad de los que quedaban vivos. Y eso era precisamente lo que pretendía hacer.
Cierto tiempo más tarde, Galell se despertó. Lor’themar corrió a su lado y dio gracias al sol porque el sacerdote hubiera recuperado la consciencia. Sin embargo, poco le duró la alegría al forestal. Sí. Galell había despertado, eso era cierto, pero sus ojos eran como las ventanas de una casa vacía. El sacerdote no respondía a los estímulos del mundo exterior, era incapaz de pronunciar una sola palabra y se limitaba a mirar inexpresivamente a la pared que había ante él.
Una semana después, seguía en el mismo estado.
Pese a que Lor’themar le preocupaba mucho Galell, le preocupaba aún más el destino de otra persona a la que, con el paso de los años, había aprendido a respetar y apreciar por encima del resto de sus amigos: le inquietaba mucho el destino de Liadrin.
Los supervivientes siguieron llegando con cuentagotas. Cada vez que se presentaba uno de ellos, Lor’themar esperaba ver de nuevo el rostro de la suma sacerdotisa. Pero el tiempo pasó y acada vez llegaban menos supervivientes, hasta que llegó un momento en que ya no se presentó ninguno más, y Liadrin seguía sin aparecer. Entonces, el señor forestal temió lo peor y la idea de que probablemente había muerto hizo que la semilla de una gélida desolación y desesperación germinara en lo más hondo de su ser.
Lor’themar optó por centrarse en lo que tenía entre manos, aunque sin abandonar del todo la esperanza de que Liadrin pudiera seguir viva.
Ahora, se hallaba junto a las puertas, aguardando la llegada de Kael’thas, el único hijo de Anasterian. El príncipe había vivido mucho tiempo en Dalaran, donde había sido educado por el Kirin Tor; un órgano muy elitista que reunía a los magos más poderosos de todo el mundo conocido.
Aunque Kael’thas se podría haber teletransportado directamente hasta una plaza de esa ciudad (lo cual era una gesta muy sencilla para alguien que poseyera los poderes mágicos del príncipe), el hijo de Anasterian había decidido viajar por el sur para poder evaluar con sus propios ojos el alcance de la devastación que habían sufrido el reino y la ciudad tanto por fuera como por dentro.
Ese era el mensaje que Rommath, el consejero del príncipe, le había entregado a Lor’themar. Rommath se había teletransportado a la ciudad cuatro días antes, con tan mala suerte que había ido a aparecer en la plaza Alalcón, en una parte de la ciudad que los Errantes todavía no controlaban. No obstante, ese magíster demostró ser más que capaz de defenderse solo, ya que logró abrirse paso entre decenas de no-muertos, mientras buscaba supervivientes, hasta que llegó por fin al bazar, donde halló refugio.
A pesar de que la llegada del consejero del príncipe había supuesto un gran alivio para Lor’themar, el forestal no congenió con Rommath, era un elfo muy silencioso, poseía una mirada penetrante y tenía un carácter muy frío. Incluso ahora, mientras esperaban a los demás supervivientes, el señor forestal se sentía un tanto incómodo ante ese magíster.
Además, sus bruscos modales no habían ayudado en nada a serenar los ánimos de los abatidos supervivientes. El magíster no había hecho ningún anuncio oficial y, de hecho, había aconsejado Lor’themar que lo más prudente sería que guardara el secreto sobre cuándo y cómo llegaría Kael’thas a la ciudad, para impedir así que algún «traidor» (sí, había utilizado esa palabra, no se había andado con rodeos) pudiera concebir algún plan para atentar contra el príncipe.
Lor’themar llevaba varios días pensando en los templos, en cómo había sido posible que el enemigo los hubiera descubierto con tanta facilidad, en cómo era posible que el enemigo supiera cómo había que utilizar esos cristales lunares… También había pensado mucho en Dar’Khan, puesto que, en su momento, el mago había hecho muchas preguntas sobre las defensas del reino y habría mostrado mucho interés por esos templos y sus cristales… no obstante, Lor’themar, que era confiado por naturaleza, aún albergaba la esperanza de que lo que sospechaba no fuera cierto, aún seguía intentado negar desesperadamente lo que cada vez estaba más convencido que era verdad.
Hay un traidor.
Si eso era cierto, entonces Lor’themar también había jugado un papel clave en la caída de Lunargenta al no haber permanecido alerta como era debido, por haber sido tan confiado, tan ingenuo. Por esa razón, el señor forestal seguía deseando estar equivocado al respecto, a pesar de que todas las evidencias demostraban lo contrario.
Más tarde, ese mismo día, llegó por fin el príncipe sin llamar la atención, sin pompa ni boato alguno, acompañado por un puñado de arqueros, dos sacerdotes, la Guardia Real y otro magíster: un elfo modesto y afable llamado Astalor.
Las facciones del príncipe revelaban de manera inconfundible que pertenecía a la orgullosa dinastía Caminante del Sol: esos pómulos elevados, esa nariz esbelta y esos ojos cerúleos eran inconfundibles, además, tenía una mirada triste pero al mismo tiempo enérgica, que transmitía la sensación de que poseía una sabiduría tan enorme que Lor’themar solo podía imaginar.
En cuanto el príncipe entró en la plaza, los rumores arreciaron entre los muchos supervivientes.
—Ya es demasiado tarde…
—… se marchará en cuanto tenga una oportunidad…
—Pero ¿para qué se iba a quedar aquí?
Kael’thas no reaccionó ante esos comentarios (a lo mejor ni siquiera los había oído), sino que se limitó a contemplar esa destrucción, sin mostrar sus emociones, manteniéndose impertérrito.
Lor’themar se arrodilló ante él.
—Alteza, me alegra ver que has llegado sano y salvo.
Con una seña, Kael’thas indicó al señor forestal que podía levantarse.
—Sí, solo nos hemos topado con algún reducido grupo de… adversarios.
El príncipe había titubeado; al parecer, era reacio a utilizar la palabra «no-muertos».
Kael’thas avanzó y paseó su mirada por todos los supervivientes, mientras intentaba buscar las palabras adecuadas.
—Sé que esto ha sido muy difícil — acertó a decir, pero, de inmediato, volvieron a arreciar las protestas de los supervivientes.
—¿Qué sabrás tú de las dificultades que hemos soportado?
—Dinos cómo vamos a comer a partir de ahora…¿cómo vamos a sobrevivir?
—¡Callaos y dejadle hablar! — exclamó Falon.
—¡Queremos hechos y no palabras!
—Kael’thas se quedó callado. Los supervivientes siguieron protestando airadamente, sin respetar nada ni a nadie. El Príncipe suspiró y se dio la vuelta.
—Me gustaría ver a mi padre.
Lor’themar agachó la cabeza.
—Como desees, alteza.
En la estancia principal de la taberna solo había una mesa, sobre la cual descansaba en paz el rey, cuyo reluciente pelo blanco parecía un montón de nieve esparcido sobre ese mueble. Sobre su pecho, con la empuñadura colocada justo bajo la barbilla, se encontraba Felo’melorn, cuyas dos piezas partidas habían puesto juntas para que la espada pareciera hallarse aún entra.
Kael’thas pasó un dedo por encima del lugar donde ambas piezas se unían. Lor’themar le explicó lo sucedido y, prácticamente, se disculpó por lo que había acaecido.
—Se rompió durante la batalla, alteza.
—No creí que eso fuera posible. — Kael’thas buscó con la mirada el rosto de su padre. Acto seguido, el príncipe siguió hablando con un tono más suave —. Hay muchas cosas que no creía posible, hasta ahora.
Durante un momento, reinó el silenció.
—¿Dónde están los demás cuerpos?
—Los hemos quemado, mi señor. Para evitar que… se levantaran de nuevo.
El príncipe clavó una mirada teñida de incredulidad en el señor forestal. Rápidamente, asimiló lo que este había querido decirle y, al instante, asintió.
—Por supuesto.
—Estaré fuera, junto a la puerta.
A pesar de que Lor’themar cerró como pudo esa puerta rota al salir de la taberna, pudo escuchar la sombría voz del príncipe desde la calle.
—Elor bindel felallan morin’aminor. —Lo primero que dijo el príncipe fue una bendición thalassiana —. Sabía que este día llegaría… pero jamás soñé que fuera a llegar tan pronto. Temo no estar preparado, padre. Tú eres el rey. Siempre serás el rey.
Lor’themar oyó entonces el roce de una tela y, aunque no pudo verlo, supo que el príncipe se acababa de arrodillar junto a su padre.
—Lo único que siempre he querido es que te sintieras orgulloso de mí. Concédeme la fuerza necesaria para ser el hombre que esperabas que fuera. Concédeme la fuerza necesaria para guiarlos en estos tiempos desesperados. Concédeme la fuerza necesaria para liderar a nuestro pueblo como es debido. —A continuación, murmuró un último rezo—. Elu’meniel mal alann.
Esa noche montaron una pira funeraria y el cuerpo de Anasterian fue incinerado. En cuanto prendieron fuego a la pira, todas las miradas se volvieron expectantes hacia Kael’thas; sin embargo, el príncipe se guardó sus pensamientos para sí. Se mantuvo a cierta distancia de la pira, flanqueado por Astalor y Rommath. En cuanto las llamas engulleron el cadáver del monarca, Kael’thas y los magos se retiraron de nuevo en busca de ese refugio que les brindaba la taberna aislados del resto.
—Entonces, ¿estamos solos en esto? ¿Acaso debemos adivinar qué piensa el príncipe? ¿Ni siquiera va a hacer un discurso? —despotricó Vorinel, un artesano muy alto que procedía de la Isla del Caminante del Sol.
Lor’themar extendió ambos brazos y pidió silencio con una seña, mientras el resplandor anaranjado del fuego iluminaba sus facciones.
—El príncipe se dirigirá a nosotros a su debido tiempo. Hasta entonces, contamos con provisiones de comida y reservas de agua fresca suficientes. Aunque ahora carezcamos de algunas cosas, sé que podremos obtenerlas de algún modo. Mantened la calma e intentad ser pacientes.
Al mismo tiempo que los murmullos menguaban, el señor forestal miró hacia atrás, hacia esos edificios a oscuras, y no pudo evitar preguntarse por qué el príncipe había decidido aislarse del resto del mundo.
A lo largo de los dos días siguientes, el príncipe prácticamente estuvo desaparecido, al igual que Rommath y Astalor.
Durante ese tiempo, algunos grupos de no-muertos (algunos de los cuales eran cadáveres descompuestos; otros, meros esqueletos capaces de caminar, y algunos otros, elfos caídos que habrían podido pasar por vivos si no fuera por sus ojos velados, su mirada perdida y su torpe deambular) continuaron buscando una manera de atravesar sus defensas, pero los Errantes los repelieron.
Aunque sus defensas aguantaron, Lor’themar se sentía cada vez más agotado. Últimamente, cada vez le costaba más despertarse.
Cuando llegó la mañana del tercer día, Kael’thas y su séquito cruzaron la puerta y se fueron, sin dar ninguna explicación acerca del propósito de su misión ni sobre cuándo regresarían. Los supervivientes cada vez se atrevían más a expresar en voz alta lo mucho que desconfiaban del príncipe y eso preocupaba a Lor’themar, pues temía que pudiera desencadenarse una revuelta si todo seguía como hasta ahora. Pese a que Falon y Solanar le habían ayudado mucho a la hora de mantener el orden, el señor forestal temía que la paciencia de esa gente estuviera a punto de agotarse.
El príncipe regresó varias horas más tarde, flanqueado por los magísteres y portando un objeto tapado por una tela. De inmediato, se dirigieron presurosos a la taberna y permanecieron ahí dentro el resto del día.
Lor’themar, que había ordenado realizar un inventario de todas las provisiones con las que contaban en esos momentos los elfos, era consciente de que se estaba quedando sin apenas reservas, lo cual obligaría a los Errantes a adentrarse en zonas inexploradas de la ciudad en los próximos días. El señor forestal decidió que había llegado la hora de que tuviera una charla con el príncipe, para informarle de que la moral de sus súbditos estaba por los suelos y para intentar derribar ese muro de silencio que rodeaba a Kael’thas y sus acompañantes.
Pero esa charla nunca tuvo lugar, ya que, esa misma noche, Kael’thas se presentó ante Lor’themar y le pidió que reuniera a los supervivientes, pues quería dirigirse a ellos.
El príncipe, que tenía la mirada perdida, parecía hallarse un tanto nervioso sobre esa plataforma improvisada con los restos de algunas estructuras de la ciudad. Rommath y Astalor lo flanqueaban.
La multitud le hacía preguntas a gritos:
—¿Adónde vamos a ir?
—¿Cuánta comida queda?
—¿Por qué no se nos ha dicho nada?
Entonces, Kael’thas habló con una voz clara e imponente:
—¡He estado en la Fuente del Sol!
La muchedumbre calló.
De repente. Lor’themar entendió, al menos en parte, lo que el príncipe había estado haciendo cuando había desaparecido en diversas ocasiones durante varias horas: se había teletransportado a la Fuente del Sol.
Kael’thas prosiguió.
—He podido examinar sus energías. Y mis sospechas, así como las de mis magísteres, se han confirmado. La Fuente del Sol ha sido corrompida y mancillada, la nigromancia ha contaminado su energía. Asimismo, los no-muertos se han dirigido en tropel a Quel’Danas, atraídos por esa vetusta fuente como polillas a una llama. Y esa misma energía que los llama, ese mismo poder que sigue impregnando nuestra alma, se extenderá por lo que queda de nuestro reino… por todas estas tierras, infectando, corrompiendo y envenenándolo todo con su maldad.
Súbitamente, alguien gritó desde la muchedumbre:
—Entonces, ¡deberíamos irnos! ¡Tenemos que alejarnos de ella lo más posible! Además ¡aquí ya no queda nada para nosotros!
—La Fuente del Sol nos alimenta con su energía sin importar dónde nos encontremos en este mundo. No podemos escapar de su influencia. La situación es esta: debemos combatir aquí y ahora, o si no, nos arriesgáremos a perderlo todo.
—¡Ya lo hemos perdido todo! — replicó una joven.
—¡No! Aún conserváis la vida. Y mientras sigáis vivos, esta tierra también seguirá siendo nuestra. Este todavía es nuestro hogar. Podremos reconstruirlo. Pero nunca lo lograremos si la amenaza de la Fuente del Sol sigue planeando sobre nosotros.
—Entonces, ¿qué sugieres? — preguntó Falon.
—Esto no es una sugerencia, sino una orden: la Fuente del Sol debe ser destruida.
El gentío volvió a estallar en protestas; reinó tal cacofonía que Vorinel tuvo que gritar como un poseso para ser escuchado.
—¡Nuestra ansia de poder mágico siempre nos ha llevado al desastre! ¡De eso intentaron advertimos nuestros primos kaldorei! ¡Yo digo que debemos destruirla! De todos modos, ¡esa maldita cosa nunca debería haber existido!
Si bien esas palabras suscitaron diversas reacciones de estupefacción y enojo, también había muchos supervivientes que, lo admitieran abiertamente o no, creían que Vorinel había dicho la verdad.
—Pero hay una amenaza mucho más inmediata y más aterradora que la que supone nuestra valiosa Fuente del Sol — vociferó alguien, concretamente una mujer, desde la puerta.
Todos volvieron sus ojos hacia ella y comprobaron que cerca del umbral había alguien ataviado con una túnica. Lor’themar en particular sintió un inconmensurable alivio al oír su voz. Al instante, se abrió paso entre la muchedumbre para poder verla mejor, para poder cerciorarse de que lo que veían sus ojos era lo que tanto deseaba. Y así fue.
—¿Y cuál es esa amenaza más inmediata? —preguntó el príncipe.
Liadrin se acercó y, pese a que estaba desaliñada y su ropa se hallaba manchada, parecía sana y fuerte, y muy viva cuando respondió:
—Los trols.
—Llevan varios días entrando sin parar en Zul’Aman procedentes de los lugares más recónditos. Según parece, todos los Amani están abandonando sus escondites y se están reuniendo con el fin de prepararse para la guerra.
En el interior de la taberna, Liadrin estaba sentada a la misma mesa donde el cuerpo de Anasterian había estado solo unos días antes, justo frente a Kael’thas. Entre ambos, había un objeto bastante grande tapado con un trozo de tela.
Lor’themar deambulaba de un lado a otro sin parar y Halduron se hallaba cerca de él. Un guardia real se encontraba al lado del príncipe y, tras el guardia, estaba Astalor. Rommath había optado por un rincón oscuro, al abrigo de las sombras.
El príncipe replicó:
—¿Por qué quieren reunir un ejército tan enorme para destruirnos? Podrían habernos atacado hace días, antes de que nos reagrupáramos, y nos podrían haber derrotado con relativa facilidad.
Liadrin se inclinó hacia delante.
—Tal vez nosotros no seamos su presa.
El señor forestal se paró en seco. Su mirada se cruzó con la de Liadrin y asintió.
—Hace mucho tiempo, Lor’themar, yo y dos elfos más fuimos capturados por Zul’jin, quien estaba obsesionado con la Fuente del Sol. No sé si Zul’jin colabora ahora con ellos o no… —Por el rabillo del ojo, Liadrin se percató de que Halduron agachaba la cabeza—. Pero creo que la Fuente del Sol podría ser su verdadero objetivo. Mirad, trepé hasta el lugar más alto al que pude acceder, hasta la cima de un pico remoto situado al este de Zul’Aman, desde donde pude escrutar el océano, y divisé varios barcos, varios destructores.
Kael’thas suspiró.
—Así que saben que los no-muertos han invadido Quel’Danas, de eso no hay duda. Esos engendros se están congregando en esa isla a millares; a cada día que pasa, son más y más. Los magísteres y yo pudimos comprobarlo cuando fuimos a examinar la energía de la Fuente del Sol. Salimos de ahí con vida por poco.
Astalor apostilló:
—Es probable que los trols ignoren cuál es el poder de las fuerzas no-muertas que todavía permanecen ahí. Solo saben que esa Plaga ha arrasado Lunargenta, lo cual es una gesta que ellos nunca pudieron llevar a cabo… por eso están haciendo tantos preparativos y están reuniendo un ejército tan enorme, porque no saben que los miembros más poderosos de las fuerzas no-muertas ya no se encuentran ahí.
El príncipe se reclinó en la silla, pensativo.
—Muy bien. Quizá esto nos brinde la oportunidad que tanto estábamos esperando. Si los trols quieren la Fuente del Sol, que se la queden.
Kael’thas se puso en pie y apartó la tela que cubría el objeto colocado sobre la mesa, revelando así lo que había debajo: los cristales lunares unidos. Acto seguido, se dispuso a pasear alrededor de la mesa.
—Cuando conocí a Arthas… no era más que un zafio truhán indisciplinado. Sin embargo, ha sido capaz de utilizar nuestros cristales lunares en nuestra contra para quebrar nuestras defensas.
Liadrin asintió.
—Así es. Yo misma fui testigo de ello.
El príncipe prosiguió.
—Entonces, nosotros también deberíamos usarlos en nuestro provecho. Los magísteres y yo podríamos canalizar bastante poder a través de estos cristales como para desestabilizar la Fuente del Sol y, si mis cálculos son correctos, incluso podríamos destruirla.
Un pesado silencio dominó la estancia mientras cada uno de ellos sopesaba la importancia de las palabras que acababa de pronunciar el príncipe, quien dejó de andar y posó su mirada en Liadrin.
—¿Crees que los trols atacarán pronto?
—Sí. Cuento con un explorador apostado en el extremo más aislado de las montañas que rodean Zul’Aman. En cuanto sus tropas se movilicen, nos alertará.
—Bien. Debemos coordinar nuestro plan con el ataque de los trols. Así, cuando acudan en tropel a Quel’Danas, podremos borrarlos de la faz de la Tierra, tanto a ellos como a los no-muertos que aún queden allí.
Entonces, Astalor intervino en la conversación.
—Pero si centramos nuestro poder en canalizar esas energías, seremos incapaces de mantener a raya a los no-muertos.
El príncipe se mostró de acuerdo.
—Sí, necesitaremos una fuerza de choque que haga retroceder a los no-muertos durante el tiempo que necesitemos Rommath, Astalor y yo para llevar a cabo nuestra tarea. Además, los no-muertos también estarán distraídos con el ataque de los trols, así que solo hará falta que un puñado de hombres nos acompañen en la Fuente del Sol. No voy a reclutar a ninguno de los supervivientes en contra de su voluntad para esta misión, pero estoy dispuesto a aceptar voluntarios.
Lor’themar dio un paso al frente.
—Los Errantes estamos dispuestos a luchar a tu lado.
—¡Sí, sí! —vociferó Halduron. Liadrin se puso en pie.
—Yo también me sumo al plan.
Kael’thas contempló detenidamente la túnica que vestía la suma sacerdotisa.
—De acuerdo. Nos vendrá bien contar con otro sanador.
—No actuaré como canal de la Luz.
El príncipe arqueó una ceja.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
La voz de Liadrin adoptó un tono glacial.
—¿De qué sirve recurrir a un poder que no responde cuando más se le necesita? La Luz es veleidosa y despreciable, no quiero tener nada más que ver con ella. El mismo día en que murió mi mentor, dejé de ser suma sacerdotisa.
Lor’themar contempló a Liadrin con suma preocupación. Kael’thas permaneció callado. Rommath, sin embargo, había abandonado el abrigo de las sombras y, de hecho, parecía estar escuchando todo con gran atención.
El señor forestal rompió el silencio.
—Entonces, tal vez sería mejor que te quedases…
Liadrin pronunció un epíteto thalassiano de tal modo que provocó que Lor’themar arqueara una ceja.
—Bobadas. Lucharé con vosotros.
A continuación, se dirigió a la pared donde los Errantes habían dejado apoyadas una gran cantidad de armas que habían arrebatado a varios nomuertos derrotados. Se arrodilló y cogió una clava.
—Estoy segura de que alguno de tus hombres podrá enseñarme a usar esto.
Antes de que Lor’themar pudiera responder, alguien habló desde el umbral de la puerta de la trastienda.
—Aún no sé si he recuperado mi capacidad de canalizar la Luz, pero os ayudaré en la medida que pueda.
Galell, que estaba apoyado sobre la jamba de la puerta, tenía el aspecto de alguien que acababa de despertarse de un sueño largo y especialmente agitado. Liadrin gritó su nombre, corrió hacia él y le abrazó. Lor’themar sonrió y le dio una palmadita en el hombro al joven sacerdote. Durante ese breve instante, a pesar de todo lo que habían sufrido y todas las penalidades que aún les aguardaban, Liadrin, Lor’themar y Galell se sintieron en paz.
Kael’thas también se había dirigido al resto de supervivientes para pedir voluntarios y los hermanos Falon y Solanar habían sido los primeros en dar un paso al frente, a los que enseguida se unieron un puñado más de elfos. Ahora, el grupo de voluntarios al completo se encontraba en lo que solía ser el bazar. Esas veinte almas intrépidas soportaban la pesada carga del destino de todo su pueblo sobre sus exhaustos hombros. La mirada de los refugiados que los rodeaban estaban plagadas de desesperación y ansiedad pero, en lo más hondo de su ser, todavía ardían también los rescoldos de la esperanza.
Un Errante atravesó presuroso la puerta para comunicarles una noticia: el explorador que vigilaba a los trols había disparado una flecha en llamas al cielo. Había dado la señal.
Entonces, Kael’thas, que sostenía en sus manos los sagrados cristales lunares, pronunció una sola palabra en thalassiano y, al instante, esa enorme gema se dividió en tres. Le entregó una piedra a Rommath y otra a Astalor.
Unas oscuras nubes surcaron del cielo.
—¡Ha llegado el momento! — anunció Kael’thas a la vez que soplaba un fuerte viento del este—. ¡Qué la luz del sol nos guíe hasta el final! ¡Si el destino nos lo permite, volveremos a reunirnos con vosotros y todos nosotros tendremos un futuro! Si no regresamos… ¡espero que nos volvamos a encontrar disfrutando de la paz eterna!
Una vez dicho esto, Kael’thas, Rommath y Astalor alzaron la mano que les quedaba libre simultáneamente y, al unísono, el grupo de veinte voluntarios se desvaneció entre unas relucientes motas de luz que el cada vez más intenso viento dispersó.
Un vasto y turbulento océano de nomuertos rodeaba la Fuente del Sol y cubría Quel’Danas por entero.
De improviso, una serie de detonaciones rasgaron el aire; un estrépito cuyo origen no eran unos relámpagos sino unos cañones pesados. Al sudeste, una armada de destructores trols se encontraba parada de costado a cierta distancia del litoral, desde donde bombardeaba la isla de manera cadenciosa con su poderosa artillería. Entretanto, por el lado de esas naves que no miraba a la orilla, estaban lanzando al mar un gran número de botes de transporte de tropas repletos de guerreros trols. Muchos de los no-muertos que se hallaban cerca de la costa de Qule’Danas ya se había aventurado en el mar, dispuestos a subir trepando a esos barcos, cuando Kael’thas y los demás aparecieron súbitamente cerca de la Fuente del Sol.
Unos relámpagos se bifurcaron en el firmamento.
Los no-muertos que se habían visto apartados a un lado al llegar ese grupo reaccionaron de inmediato y los atacaron de una manera desmañada y torpe. Al instante, la batalla se desató. Lor’themar y los Errantes se abalanzaron sobre sus adversarios, obligando así a retroceder a los cadáveres más cercanos. De ese modo, lograron abrir un hueco y trazar un círculo defensivo alrededor de ese brillante rayo que se perdía allá arriba entre las nubes tormentosas.
Ka’elthas, Rommath y Astalor se colocaron alrededor del haz de luz que había sido corrompido. Kael’thas iba acompañado por uno de sus sacerdotes personales. Su segundo al mando se unió a Astalor. Si bien los hermanos habían acordado que Falon se colocaría cerca de Rommath, en el último instante, Falon había insistido en que Solanar ocupara su lugar.
—No es el momento de discutir — vociferó Falon por encima del fuerte viento mientras los Errantes luchaban con fiereza—. ¡Soy el mayor y seré más útil allí!
Un reticente Solanar cumplió los deseos de su hermano y, raudo y veloz, Falon fue en ayuda de uno de los forestales heridos.
Galell decidió apoyar a la vanguardia de sus fuerzas. Esperaba haber tomado la decisión correcta. Al fin y al cabo, había estado varios días inconsciente y aún no había intentado contactar con la Luz. Restablecer su vínculo con la Luz era como caminar a tientas por una habitación a oscuras. El paisaje no había cambiado, pero la perspectiva sí. Tenía que reorientarse, para hallar de nuevo el camino.
El príncipe y los magísteres cerraron los ojos y susurraron unas palabras muy poderosas. Los cristales lunares brillaron de manera tenue.
Una bola de cañón trol cayó cerca, levantando una colosal nube compuesta de piedras, polvo, escombros y cadáveres mutilados.
Lor’themar atravesó con su espada a la aberración putrefacta que tenía ante sí y miró hacia atrás, hacia Kael’thas. Bajo el resplandor púrpura de esas luces chispeantes, el príncipe parecía más viejo y demacrado; un sinfín de arrugas surcaban su rostro, tenía los ojos hundidos y su aspecto era cadavérico. Pero eso duró muy poco tiempo, Kael’thas recuperó su apariencia anterior enseguida. Lor’themar se preguntó si se estaba volviendo loco a la vez que se giraba y atacaba a otro asaltante no-muerto.
Comenzó a llover a cántaros en la isla justo cuando decenas de botes de transporte de tropas trol alcanzaron la orilla sur, cuyos guerreros desembarcaron de inmediato y se sumaron a la refriega vadeando.
Pese a que Liadrin manejaba torpemente la pesada clava, su carencia de destreza la compensaba con una tremenda determinación y una furia sin limites. Lor’themar le había dicho que debía decapitar a los cadáveres andantes si quería acabar con ellos realmente y eso era precisamente lo que la ex suma sacerdotisa estaba haciendo con gran fervor, a pesar de que iba ataviada con una armadura que le había quitado a un guardián caído en batalla y no le quedaba nada bien.
Puedes hacerlo, pensó. Tienes que hacerlo.
Lor’themar se abrió paso a espadazos a través de un grupo de nomuertos y, detrás de este, se topó con unos antiguos magísteres que lo aguardaban. Al ver sus ojos vidriosos, tuvo claro que no eran supervivientes, sino que, más bien, eran unos elfos caídos que habían sido revividos rápidamente por algunos nigromantes durante el saqueo de Lunargenta y a los que habían abandonado en esa isla para que se pudrieran cuando Arthas se había marchado de allí. Mientras intentaba cercenarles sus desprotegidos cuellos, el forestal rezó para que esos magísteres no hubieran sido traídos de entre los muertos con los mismos poderes que poseían cuando se hallaban entre los vivos.
Los truenos rugieron sin piedad.
Unos rayos cegadores surgieron de los cristales lunares y se adentraron en la Fuente del Sol. Rommath, Kael’thas y Astalor se arquearon hacia atrás al unísono. Unas corrientes discontinuas de energía pura se elevaron hacia el cielo, cuyo calor y brillo era mucho mayor que el de los relámpagos que rasgaban el firmamento.
Uno de los Errantes que se encontraba delante de Galell chilló al sentir cómo le atravesaba las costillas la espada de un siervo de la Plaga. El sacerdote se serenó, se concentró, expandió su conciencia y contactó con la Luz. Canalizó sus propiedades curativas hacia el forestal al mismo tiempo que oía una detonación atronadora que procedía del litoral, a la vez que oía un silbido agudo que anunciaba que una bola de cañón se aproximaba. Percibió que su vinculo con la Luz era cercenado en cuanto esa bola de cañón impacto contra el suelo, rebotó y elevó por los aires al forestal, partiendo prácticamente en dos su cuerpo.
Galell permaneció quieto; pese a que la batalla seguía rugiendo a su alrededor, parecía hallarse muy distante, como si la estuviera observando a través de un sueño.
Los elfos habían planeado empujar a los no-muertos hacia los asaltantes Amani, para mantenerlos ocupados durante el tiempo que Kael’thas y los demás necesitaran para completar el encantamiento; sin embargo, los trols se abrían paso a través de la plaga muy rápida y violentamente. Pronto acabarían con los no-muertos que se interponían entre los elfos y ellos. Lor’themar rezó para que el príncipe y los magísteres concluyeran su tarea antes de que eso ocurriera.
El suelo tembló violentamente. Pese a que la mayoría de los Errantes lograron mantener el equilibrio, muchos de los no-muertos cayeron al barro. Unas grietas surgieron en la tierra y se ensancharon con gran rapidez hasta transformarse en unas enormes fisuras, de las que brotó una energía abrasadora.
Mientras los no-muertos intentaban volver a ponerse en pie Lor’themar pudo comprobar, que fácilmente, un centenar de trols habían rodeado la Fuente del Sol y estaban estrechando el cerco con premura. Sus gritos de guerra hendían el aire. Sus destructores habían cesado el bombardeo, pero ese era un triste consuelo, ya que el ejército trol avanzaba cual avalancha.
Un solo rayo de pura energía blanca apareció súbitamente en el centro del haz de luz de la Fuente del Sol. El rayo latió y creció, y se expandió con cada latido. Kael’thas y los magísteres estaban, sin lugar a dudas, fatigados, pues estaban empleando todo su poder para poder canalizar esas fuerzas. Ahora, los cristales lunares estaban envueltos en llamas y una turbulenta energía verde ocupaba su parte central.
Tras haber logrado levantarse del suelo, los no-muertos avanzaron una vez más hacia la Fuente del Sol. Mientras Lor’themar defendía su posición, oyó cómo algo se partía, algo que le recordó al sonido que hace el cuchillo de un carnicero al partir la carne. Un cadáver putrefacto cayó delante de él y su lugar fue ocupado por un rabioso trol.
Los rabiosos eran mucho más musculosos que sus hermanos y eran tan fuertes gracias a un cóctel en el que se mezclaba magia primitiva y oscura; unos siniestros médicos brujos preparaban esas pociones que desataban un espantoso frenesí en esos feroces guerreros. Este, en concreto, estaba cubierto de tatuajes y pinturas de guerra de arriba abajo; además, blandía varias lanzas de hoja muy gruesa.
Lor’themar lo atacó y falló. Maldijo entonces su capacidad de percibir la profundidad tras haber perdido un ojo. Se rehízo y volvió a arremeter contra el trol, quien con una velocidad inusitada paro el golpe y contraatacó. Un tremendo dolor se apodero de las costillas del señor forestal, ya que la punta de la lanza trol había hallado ahí una zona que su armadura no protegía. Falon, que se hallaba cerca de él, canalizó inmediatamente el poder sanador de la Luz hacia esa herida. El rabioso, que fue testigo de todo esto, decidió entonces coger una segunda lanza que llevaba atada a la espalda y la arrojó hacia Falon, alcanzándole en el pecho.
Lor’themar alzó su espada con ambas manos por encima de la cabeza y trazó un arco descendente con el que le aplastó el cráneo a ese rabioso. Al instante, se volvió y se arrodilló junto a Falon mientras dos Errantes cubrían con suma rapidez su puesto. Pudo comprobar que la vida se esfumaba de los ojos del sacerdote. Miró a su alrededor, en busca de otro sacerdote, pero no vio a ninguno cerca… Ya era demasiado tarde. La vida había abandonado a Falon.
Solanar, que se encontraba detrás de Rommath, notó cómo una repentina sensación de tristeza se apoderaba de él. Buscó con la mirada a su hermano en el campo de batalla, pero solo vio un caos total. Sin embargo, ya sabía que… ya sabía que Falon había muerto sin necesidad de tener que verlo. Liadrin le destrozó el cráneo a una aberración que había sido en su día un guardián elfo y entornó los ojos para poder ver algo a través de la intensa lluvia. Entonces, se dio cuenta de que conocía al enemigo que se aproximaba hacia ella. La desesperación se apoderó de ella y se le hizo un nudo en el estómago. Se trataba de un anciano que vestía una túnica de sumo sacerdote. Bajó la clava al mismo tiempo que fijaba su mirada en los ojos inertes de Vandellor.
No puedo hacerlo. ¡No puedo hacerlo!
Debes hacerlo. No le mires a los ojos.
Ese cadáver viviente que había sido en su día el mentor de Liadrin, que había sido como un padre para ella, intentó arañarla torpemente con unas largas uñas, pero no logró rozarle la cara. Esa aberración llevaba la túnica repleta de unas manchas oscuras de color carmesí y en el centro de su pecho no había nada más que una cavidad desigual infestada de gusanos.
La ex suma sacerdotisa maldijo a la Luz. la maldijo con una pasión que desafiaba a todo cuanto hasta hacía poco había considerado sagrado y verdadero. Al instante, enterró la clava en la sien de Vandellor. Pudo oír el chasquido de su cuello al romperse. El cadáver se tambaleó y, acto seguido, arremetió contra ella. Liadrin agarró mejor la clava y giró todo el cuerpo para propinarle un segundo golpe del revés. Después, le sacudió por una tercera y última vez, logrando así que la cabeza del viejo elfo se separara definitivamente de sus hombros.
Mientras ese engendro que había sido Vandellor caía, Liadrin alzó la cabeza hacia el cielo y gritó bajo ese aguacero.
Rommath, Kael’thas y Astalor se echaron hacia atrás, pues la palpitante columna de un blanco cegador acababa de engullir las tonalidades violáceas de la Fuente del Sol, que se expandió hacia fuera acompañada de un fuerte zumbido que se imponía a todos los demás ruidos. Se estremeció con su último latido y, súbitamente, regresó al centro de la Fuente del Sol. El zumbido fue reemplazado entonces por un silencio repentino, roto únicamente por el rítmico repiqueteo de la lluvia al caer sobre el suelo.
—¡Ahora, ahora! —gritó Kael’thas, a la vez que extendía ambos brazos a lo ancho.
Uno a uno, los Errantes, los sanadores y por último, los magísteres y el propio Kael’thas fueron desapareciendo. Entonces, el cegador rayo blanco explotó, vaporizando todo cuanto halló a su paso y a todos los que encontró en su camino.
Cuando el humo se disipó, ya no quedaba nada de la Fuente del Sol salvo un agujero oscuro y vacío.
En la Isla del Caminante del Sol, ya no quedaba nadie vivo que pudiera ver cómo esa gigantesca criatura alada sobrevolaba la isla. Tras aterrizar, agachar la cabeza y plegar las alas para protegerse, el anillo exterior de la explosión lo alcanzó.
El colosal dragón rojo se estremeció ante el terrible impacto, aunque no sufrió daño alguno. A continuación, adoptó otra forma: la de un humano ataviado con una túnica. Después, alzó ambas manos y las energías menguantes de la Fuente del Sol se fusionaron en una sola.
¡He llegado tarde!, pensó el dragón, que respondía al nombre de Borel cuando portaba esa forma. Sin embargo, mientras observaba cómo esas energías se unían, detectó algo dentro del tenue fulgor…
Tal vez… tal vez no esté todo perdido.
En el centro del antiguo bazar se produjo un estallido de luz del que emergieron Kael’thas y todos los demás.
La gente que se había quedado allí vitoreó y corrió a abrazar al grupo de valientes que acababa de regresar. De los veinte que habían partido, habían sobrevivido diecisiete. Aunque daba la impresión de que todos y cada uno de ellos estaban total y completamente extenuados. Kael’thas, Rommath y Astalor, sobre los que flotaban los restos flamígeros de los cristales lunares, parecían más cansados incluso que el resto.
Lor’themar posó una mano sobre el hombro de Solanar.
—Falon ha sido asesinado por uno de esos trols. Ha muerto para que yo pueda vivir… Te prometo que procuraré que el resto de mi vida sea digna de ser vivida para cerciorarme de que tu hermano no murió en vano.
Solanar contempló fijamente al señor forestal durante varios segundos. Después, se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y enterró la cabeza entre las manos.
Liadrin se volvió hacia Galell, quien permanecía callado y tenía la mirada perdida.
—¿Estás ileso?
El sacerdote se limitó a asentir. Liadrin le rodeó el hombro con un brazo y lo acercó hacia sí.
—Sé lo que sientes. Créeme, lo sé.
Rommath extendió entonces un brazo y abrió la mano con la palma hacia arriba, sobre la cual, a un par de centímetros, flotaba un cristal lunar.
—Los cristales lunares han sobrevivido.
Astalor entornó la mirada.
—Su poder ha menguado mucho y, sin ningún género de dudas, habrá sido corrompido por las energías que han tenido que canalizar. Tal vez, aún nos sean útiles.
Entonces, el magíster se giró hacia Kael’thas.
—Mi señor, creo que estarán más seguros si los guardas tú.
El príncipe desplazó su mirada de su camarada a las piedras, que se habían convertido en unas llameantes esferas verdes.
Rommath titubeó brevemente y, entonces, añadió:
—Tiene razón.
—Que así sea —respondió Kael’thas.
Al instante, los dos magísteres hicieron un gesto y esos orbes pasaron a flotar justo delante del príncipe, quien extendió ambos brazos. Dos de esas esferas se dirigieron a sus hombros; una levitó sobre su hombro derecho; la otra, sobre el izquierdo La tercera flotó por encima de su cabeza mientras se subía a la plataforma y alzaba ambos brazos para acallar a los supervivientes. Uno de ellos, una mujer de Fondeadero de Vela del Sol, exclamó:
—¡Viva el nuevo rey! ¡Viva el rey Kael’thas!
Pero antes de que aquel gentío pudiera responder, el príncipe gritó:
—No.
Y todos callaron.
—Anasterian era nuestro rey y siempre será recordado como el último rey de los elfos nobles. Ahora mismo, debemos centrarnos en lo más importante: en rehacemos y curarnos. — El príncipe bajó entonces las manos y prosiguió—. Hoy, hemos luchado contra muchos de nuestra propia raza, a quienes hemos destruido… hemos luchado contra unas criaturas malignas que en su día fueron elfos, contra unos elfos a los que conocía desde la infancia, contra unos elfos a los que quería y respetaba…
Liadrin apretó con más fuerza si cabe a Galell del hombro y, acto seguido, le soltó, se volvió y se alejó.
—¡Este ataque a nuestro pueblo y la destrucción de la Fuente del Sol marca el inicio de una nueva etapa sombría para todos nosotros, pero tendremos que adaptamos a las circunstancias, prevaleceremos y nos reharemos!
Lor’themar escrutó la mirada de los supervivientes y pudo percibir en sus ojos la chispa cada vez más intensa de la impaciencia y de una esperanza renacida. Incluso Solanar alzó la cabeza y lo miró con melancolía.
—Debemos dejar toda esta miseria atrás. ¡Debemos iniciar una nueva etapa! Por tanto, a partir de este día, ¡ya no seremos elfos nobles! En honor a la sangre que ha sido derramada por todo este reino, en honor a los sacrificios de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros padres e hijos, en honor a Anasterian… ¡a partir de ahora, asumiremos el nombre de nuestra dinastía real! ¡A partir de hoy, somos los sin’dorei! ¡Los elfos de sangre!
Kael’thas escrutó a los allí congregados, que repetían sus palabras con las cabezas alzadas con orgullo.
—Sin’dorei…
—Elfos de sangre…
—¡Por Quel’Thalas! —gritó el príncipe.
—¡Por Quel’Thalas!
El príncipe alzó los brazos y esos orbes verdes que flotaban a su alrededor brillaron intensamente.
—¡Por los sin’dorei!