[Lore] Sangre de los Altonato

Capítulo dos: Caen las sombras (I)

CAPÍTULO DOS: CAEN LAS SOMBRAS

Liadrin y Galell estaban sentados en la cima de Aguja del Sol. Al sur, relucían las radiantes cúpulas y los majestuosos y altísimos pináculos de la ciudad de Lunargenta.

Pero lejos, en el horizonte, un fulgor resplandecía, su brillo rivalizaba con el resplandor del sol que se reflejaba en el Mare Magnum. Un esplendoroso haz de luz atravesó las nubes, un rayo casi tan brillante como el propio sol. Esa isla era Quel’Danas y el rayo procedía de la Fuente del Sol: el magnífico corazón de su sociedad, la fuente que alimentaba sus energías místicas, una fuente aparentemente inagotable de poder arcano.

Era la Fuente del Sol la que hacía que el reino elfo de Quel’Thalas pudiera existir, era la Fuente del Sol la que hacía posible que los elfos nobles pudieran vivir de ese modo. Sus energías proporcionaban poder a los magos que habían levantado ese reino y permitía que se conjuraran muchos de los hechizos que utilizaban en su vida diaria. Mientras la Fuente del Sol existiera, el futuro del pueblo de Liadrin parecía tan brillante como las radiantes energías de la misma fuente sagrada.

Claro que el futuro no siempre había sido tan prometedor para los elfos nobles. Miles de años atrás habían sido expulsados de su tierra natal de Vallefresno por ser adeptos a la magia… a una magia que había atraído la atención de la demoníaca Legión Ardiente y había provocado la Guerra de los Ancestros.

No obstante, la magia se había convertido en una parte fundamental y básica de las vidas de los elfos nobles, como lo era comer o respirar. Sin embargo, acabaron rechazando las viejas costumbres de sus hermanos kaldorei (la adoración de la luna y a la diosa Elune) y decidieron abrazar al sol. También viajaron hasta estas nuevas tierras y se asentaron en un territorio que había pertenecido en su día a los trols, donde fundaron su reino, que defendían de manera incansable.

Y mira todo lo que hemos logrado, pensó Liadrin mientras cerraba los ojos. Incluso ahora era capaz de notar cómo el calor de la Fuente del Sol inundaba su ser. La luz de esa fuente iluminaba todos los momentos del día de los elfos nobles. Los bañaba con su luz, los alimentaba sin cesar.

Les permitía prosperar.

Liadrin estaba tumbada boca arriba, con una sonrisa relajada dibujada en su rostro, mientras repasaba mentalmente la ceremonia de ascenso a la que había acudido esa mañana. Recordó el aspecto magnífico que había tenido Lor’themar, vestido con su venerable ropa de gala, y lo serena y elegante que había estado lady Sylvanas Brisaveloz, la general forestal de Lunargenta, mientras colocaba la prenda Fora’nal ceremonial sobre los hombros de Lor’themar.

También se acordó de cómo el sumo sacerdote Vandellor se había inclinado hacia ella para hacerle una confidencia:

Es un joven excelente… seguro que hará muy afortunada a alguna damisela cuando llegue el momento.

Liadrin negó con la cabeza. Así era Vandellor, siempre velaba por los intereses de la sacerdotisa.

Tras el asesinato de sus padres, fue Vandellor quien asumió el papel de su padre, así como el de su mentor en los caminos de la Luz. Ambas funciones las había ejercido de manera excelente.

Aún así, Liadrin no quería que ese viejo elfo se inmiscuyera en su vida romántica. Al fin y al cabo, tales cuestiones nunca debían forzarse. Había respondido al comentario de Vandellor con una sonrisilla y una mirada de reproche. Ante lo cual, el sumo sacerdote había alzado ambas manos, con las palmas hacia fuera, en señal de rendición, y se había vuelto a acomodar en su asiento.

A la izquierda de Vandellor, se encontraba el gran magíster Belo’vir, quien acababa de comentar lo bastante alto como para que Liadrin pudiera escucharlo:

Por el mero hecho de que tú jamás hayas querido casarte, no tienes derecho a insistir en que debe prometerse en matrimonio.

Bueno, yo nunca pude encontrar a nadie capaz de soportarme —replicó Vandellor—. Al menos, ella no tendrá ese problema.

Liadrin reprendió a ambos con delicadeza.

Sois incorregibles. No me extraña que nunca os casarais. Y ahora, por favor, espero que tengáis la amabilidad de no seguir hablando sobre mí como si no estuviera presente.

El gran magíster se recostó, suspiró y masculló:

No será sangre de tu sangre, pero no cabe duda de que se parece a ti.

Liadrin contuvo una risita. Desde que ella tenía uso de razón, ambos hombres habían sido amigos. Habían crecido juntos, habían librado incontables batallas codo con codo y, en ocasiones, a Liadrin le daba por especular sobre en qué clase de líos se habrían metido cuando eran jóvenes. Ahora, en el otoño de sus vidas, le recordaban más a una vieja pareja que discutía continuamente que a ninguna otra cosa, lo cual siempre la hacía reír.

Mientras tanto, en la plaza, Sylvanas había continuado con la ceremonia.

Con este Fora’nal te nombro Alar’annalas, señor forestal de los Errantes. La bondadosa gente de este reino puede descansar tranquila al saber que siempre estarás aquí para protegerlos, para defenderlos de cualquier amenaza.

Remató sus palabras con un «belono sil’aru, belore’dorei», que significaba «soporta bien tus pesadas cargas, hijo del sol».

Incluso el rey Anasterian había hecho acto de presencia brevemente para desearle a Lor’themar un éxito prolongado. El rey parecía hallarse muy animado, a pesar de su débil salud, que había ido declinando de manera continuada en los últimos años. Liadrin se maravilló ante su fino pelo, que llegaba casi hasta el suelo y brillaba con un blanco tan deslumbrante que prácticamente daba la sensación de que refulgía. Tras darle sus mejores deseos, el rey partió junto a un pequeño grupo de consejeros vestidos con túnicas.

Si bien cabía la posibilidad de que Liadrin se equivocara, tuvo la sensación de que esos consejeros habían sido portadores de malas noticias, pues creía haber atisbado un gesto de preocupación en el semblante de Anasterian antes de que se lo llevaran con premura.

Entonces, había vuelto a centrar su atención en Lor’themar. No era la primera vez que era testigo de cómo iba ascendiendo por el escalafón. Liadrin, Galell y Dar’Khan también habían estado presentes cuando había sido ascendido a capitán forestal. Pero esta ceremonia era especial, al igual que lo era su protagonista.

Lor’themar había luchado con bravura en la Segunda Guerra; una guerra en la que a los elfos nobles, que vivían aislados del resto del mundo, no quisieron participar. Pero la Horda orca (esas enormes bestias verdes que habían iniciado la Primera Guerra cuando invadieron en tropel el mundo tras haber surgido, aparentemente, de la nada) se había atrevido a invadir Quel’Thalas y, por tanto, los elfos se habían visto obligados a participar en la contienda.

Zul’jin había formado parte de esa Horda a la que se sumaron los trols de bosque, quienes, con sumo júbilo, atacaron a sus antiguos enemigos elfos. Sí, Zul’jin había sido uno de los invasores; además, la Horda, de algún modo, había logrado hacerse con el control de los dragones rojos. Por culpa de esos monstruos, esos verdes bosques sucumbieron pasto de las llamas y la Horda había logrado sortear las defensas exteriores de los elfos hasta plantarse en sus puertas. Los diabólicos nigromantes orcos habían dado con la manera de anular las piedras rúnicas y extraer energía de ellas… sin embargo, ni siquiera la todopoderosa Horda, ni siquiera el taimado y artero Zul’jin, ni siquiera esos dragones legendarios infinitamente sabios y fuertes, pudieron superar el escudo mágico (que recibía sus energías de la Fuente del Sol, por supuesto) que protegía la capital de los elfos.

Mientras la Fuente del Sol nos proteja, nuestro reino será invencible, pensó Liadrin con orgullo.

Gracias al apoyo de los ejércitos de la Alianza, Lor’themar y Sylvanas habían avanzado por el sur bajo el mando de Alleria, la extraordinaria hermana de Sylvanas.

Eso provocó que el grueso de las fuerzas de la Horda tuviera que dirigirse al oeste y abandonar el inútil asedio de Quel’thalas para intentar atacar la capital de los humanos en Lordaeron, dejando atrás a Zul’jin y sus trols Amani, así como a unos cuantos grupos de invasores que habían quedado aislados del centro neurálgico del conflicto. Alleria, Lor’themar y los ejércitos de la Alianza persiguieron a la Horda, mientras Sylvanas y su robusto contingente elfo se quedaban atrás para eliminar esa amenaza que aún permanecía allí.

El rey Anasterian vio entonces la oportunidad de cambiar para siempre el equilibrio de poder entre los elfos y los trols. Con ese fin, envió a unos cuantos magos y sacerdotes a ayudar a los forestales a detener y eliminar a las fuerzas Amani que todavía quedaban en pie.

Liadrin fue asignada al pelotón liderado por Halduron Alasol. Ese día, el cielo se tiñó de color rojo sangre, el aire hedió a cenizas y fuego y los pulmones le ardieron por culpa de esos devastadores infiernos que engullían los bosques. Ese día, el destacamento de Halduron logró atrapar y capturar al legendario Zul’jin sin querer, de modo accidental.

Como los incendios se habían extendido de manera errática e imprevisible, Zul’jin y un puñado de sus camaradas se separaron del grueso del ejército de sus hermanos Amani y se vieron empujados hacia la orilla del lago Darrowmere; no obstante, fueron incapaces de alcanzarlo por culpa de las enormes columnas de fuego que devoraban los árboles.

Halduron y sus forestales acabaron con los camaradas de Zul’jin y arrinconaron al renegado en unas ruinas trols olvidadas hacía mucho tiempo. Pese a que Zul’jin luchó como una bestia rabiosa, los elfos lo derrotaron y le arrebataron sus armas, lo golpearon sin parar y lo encadenaron a una columna de piedra. Sin embargo, del mismo modo que Zul’jin había perdido el contacto con el ejército Amani por culpa de esas terribles tormentas de fuego, Halduron se había alejado de las fuerzas de Sylvanas.

Como los exploradores fueron incapaces de hallar un camino entre las llamas, decidieron que los forestales tendrían que esperar. El destino de Zul’jin se encontraba en manos únicamente de Halduron, quien se hallaba agotado por la batalla y separado del resto de las fuerzas aliadas.

Muchos de los forestales del pelotón de Halduron habían perdido compañeros o seres queridos por culpa de las sangrientas campañas de Zul’jin, por lo que su furia no iba a poder ser aplacada fácilmente. Mientras el sol iba abandonando el cielo, continuaron golpeándolo, cada vez más y más violentamente, hasta que uno de los hombres de Halduron cogió un cuchillo y le arrancó el ojo derecho.

Al final, Liadrin tuvo que llevarse a Halduron a un rincón.

Aunque soy consciente de que no has buscado mi consejo en este asunto, he de señalar que considero inútil proseguir con este tormento. Si vamos a matarlo, acabemos ya de una vez con él. La tortura siempre deja un sabor amargo.

Halduron suspiró.

Yo no debo tomar ese tipo de decisiones.

Liadrin entendía el razonamiento del forestal, pero ahí había más de lo que parecía a simple vista, había algo en su comportamiento que revelaba que actuaba impulsado por unas motivaciones que no estaba dispuesto a compartir.

Mientras Liadrin cavilaba, una sombra planeó sobre el rostro de Halduron. Acto seguido, una lanza de madera fue a clavarse en el costado izquierdo del teniente. Los refuerzos de Zul’Aman habían hallado un camino por el que cruzar el lago y habían tomado posiciones en esas estructuras desmoronadas que les brindaban protección. Mientras Halduron recuperaba el equilibrio, Liadrin le extrajo el resto de la lanza y logró canalizar la luz suficiente como para que el forestal pudiera sanarse y preparar el contraataque. Halduron reunió a su pelotón, con el fin de peinar el perímetro y acabar con sus atacantes.

Liadrin los acompañó. Pronto, descubrieron que esa fuerza de asalto era muy reducida y estaba dispersa; solo eran un puñado de trols que habían logrado atravesar las llamas. Para cuando llegó la medianoche, habían dado buena cuenta de todos sus adversarios. Sin embargo, al regresar a las ruinas, Liadrin se topó con algo que quedaría grabado a fuego en su memoria.

Un extremo de la cadena seguía sujeto a la columna de piedra, pero el otro, que se encontraba en el suelo y cuyo extremo acababa en un grillete, seguía atado al brazo de Zul’jin, que había sido cortado justo a la altura del hombro. También había desaparecido la lanza que Liadrin le había arrancado a Halduron del torso. Asimismo, una gran cantidad de sangre empapaba el suelo en un radio muy amplio.

De ese modo, el infame Zul’jin logró escapar una vez más, cortándose un brazo; una hazaña que aumentaría aún más su estatus de leyenda entre los trols del mundo entero. En los años siguientes, el grito de guerra <<¡Por Zul’jin!>> se convertiría en un lema habitual entre los Amani.

No obstante, a pesar de su importancia para la Horda, el viejo trol desapareció por completo. Había pasado más de una década y Liadrin se preguntaba si Zul’jin seguiría vivo o no.

En ese instante, abandonó su ensimismamiento y disfrutó de la calidez del sol que acariciaba su rostro, a la vez que dejaba de contemplar la distante Fuente del Sol y decidía posar la mirada sobre esas ajetreadas calles, donde unos niños corrían de aquí para allá riendo mientras unos ciudadanos realizaban sus tareas diarias con determinación. La calma y la paz dominaban en el reino, lo cual, si uno creía en los rumores, contrastaba tremendamente con lo mucho que estaban sufriendo los humanos.

En las últimas semanas, habían corrido rumores por Lunargenta de que se había desatado una plaga de no-muertos, una epidemia que había arrasado aldeas enteras y cuyas víctimas resucitaban como cadáveres hambrientos y agresivos decididos a sembrar el caos y provocar masacres.

Se estremeció al pensar en esas historias sobre muertos que atacaban a sus parientes vivos. Incluso se rumoreaba que habían tenido que sacrificar una ciudad entera (¿Cómo se llamaba? ¿Stratholme?), que habían tenido que masacrarla para contener la epidemia. Todo eso resultaba realmente aterrador, lo cual le hacía sentir aún más sana y salva en la Tierra de la Primavera Eterna de los elfos y daba aún más razones a su gente para permanecer alejados de los humanos.

Miró a Galell, quien no estaba observando nada en particular. Se preguntaba en qué estaría pensando ese joven, que había dejado de ser un mero aprendiz para convertirse en un sacerdote querido y muy respetado. La propia Liadrin (aunque intentó recordarse a sí misma que no debía mostrarse demasiado orgullosa de ello) había tenido mucho que ver con su gran progresión. Galell le había dicho en muchas ocasiones que nunca podría agradecérselo como era debido… y en todas esas ocasiones, ella le había recordado gentilmente que no hacia falta que lo hiciera. Después de todo, gracias a él, había podido sobrevivir ese día en que acabaron encerrados en un escondite trol.

A veces, todavía se preguntaba cómo había logrado Galell deshacerse de sus ataduras. Siempre que se lo preguntaba, él se limitaba a sonreír y responder: «Si no te ocultara algún secreto, nuestra relación no tendría ninguna gracia, ¿eh?». Y la reacción de Liadrin siempre era la misma: sonreía mientras negaba con la cabeza.

Hubo alguna que otra ocasión en la que Liadrin intuyó que el joven sacerdote sentía algo por ella. Sin embargo, a ella le resultaba imposible considerarlo algo más que una versión joven de sí misma…, no, esa comparación era injusta… No le era posible considerarlo algo más que un hermano pequeño, por lo cual su relación no podía ir mucho más lejos. Sospechaba que Galell era consciente de lo que ella opinaba al respecto, por esa razón nunca hablaban sobre el tema.

¿Es una reunión privada, o puedo unirme a vosotros?

Liadrin alzó la mirada y una afectuosa sonrisa se dibujó en su rostro al ver a Lor’themar.

¿Todo un Alar’annalas me pregunta si puedo disfrutar de su compañía? —replicó Liadrin, quien se puso en pie para darle un abrazo al forestal justo cuando alguien hizo un comentario desde la puerta.

Yo he hecho mucho por él para que llegue tan alto. ¡No creáis que ha alcanzado tanta notoriedad por sí solo!

Dar’Khan entró en el balcón, sonriendo… aunque, últimamente, Liadrin tenía la sensación de que Dar’khan se reía de cosas que solo él sabía o que solo a él le hacían gracia.

Como que tú no has sido siempre muy ambicioso —replicó Lor’themar—. ¡Hola Galell! —El forestal y el sacerdote se agarraron fuertemente del antebrazo a modo de saludo. A continuación, Lorthemar se sentó—. Dar’Khan ha estado estudiando detenidamente las defensas de nuestra ciudad…

Esa es una información que pretendo utilizar de un modo juicioso, os lo aseguro —afirmó el mago al mismo tiempo que tomaba asiento—. Si la Segunda Guerra nos enseñó algo, es que nuestras defensas no son infalibles. En mi opinión, Lor’themar ya conoce cuáles son sus debilidades… pero creo que necesitaremos el apoyo de alguien que no sea un militar para que la Asamblea abra los ojos en esta materia.

Lo cual aprovechará para postularle como el candidato ideal a gran magíster —sugirió Galell.

A Dar’Khan le centellearon fugazmente esos ojos verdeazulados que tenía, al mismo tiempo que lanzaba una mirada teñida de reproche al joven sacerdote. Resultó evidente que tuvo que hacer un gran esfuerzo para responder con un tono de voz sereno.

Ese es un cargo que debería haber ocupado hace mucho. ¿Acaso es un pecado ansiar que a uno le reconozcan sus logros?

La mirada del mago dejó de ser tan dura en cuanto llegaron las bebidas para los ahí presentes.

Liadrin reflexionó acerca de lo envidioso que parecía haberse vuelto Dar’Khan. Ella misma había alcanzado el rango de suma sacerdotisa, Galell había dejado de ser un aprendiz y ahora era un sacerdote hecho y derecho y Lor’themar acababa de ser proclamado señor forestal. Sin embargo, Dar’khan no había sido designado gran magíster cuando se había proclamado al nuevo varios años antes… no obstante, Liadrin sospechaba que el egocentrismo y la personalidad desagradable del mago habían contribuido decisivamente a que lo descartaran. Por tanto, seguía siendo un magíster más y no había ascendido en la jerarquía desde aquella época en que había tenido lugar el incidente con Zul’jin. Liadrin se preguntaba hasta qué punto le habían reconcomido por dentro todos esos años plagados de resentimiento.

Aunque lo más importante de todo es proteger la Fuente del Sol, por supuesto —concluyó Dar’Khan, cuya mirada se dirigió rápidamente hacia Lor’themar.

Esa es una gran verdad —admitió el señor forestal.

Entonces, reinó un silencio que se prolongó hasta que Liadrin decidió romperlo.

Recuerdo que, cuando nos capturaron los trols, pensé que quizá Zul’jin había hallado la manera de sabotear las piedras rúnicas. Pensé en lo que sería capaz de hacer con tal conocimiento; pensé que nuestras grandes ciudades podrían caer y que nuestras costumbres y nuestra forma de ver la vida serían olvidadas para siempre. Estos pensamientos volvieron a rondar mi mente cuando la sombra de la Horda cayó sobre nuestro amado reino. Pero logramos superar esa amenaza. Nuestro reino ha sobrevivido y nuestro pueblo ha prosperado, y Zul’jin, a pesar de todas sus fanfarronerías y amenazas, parece haberse esfumado en el aire —Si bien siguió dirigiéndose a todo el grupo, clavó su mirada en Dar’Khan, ya que las siguientes palabras iban dirigidas especialmente a él. —Debemos sentirnos agradecidos por lo que tenemos. Debemos dar las gracias por las vidas que vivimos, por la paz que disfrutamos.

Sí, y también debemos dar las gracias por poder contar unos con otros —apostilló Lor’themar—. Seguimos vivos porque permanecimos juntos. No debemos olvidar que somos tan fuertes porque permanecemos unidos.

En efecto. —Liadrin se incorporó mucho más animada—. Brindemos por el bendito fulgor de la Fuente del Sol. ¡Por la Luz! Y, por ti, Lor’themar, por supuesto. Felicidades por tu ascenso. Pero sobre todo, brindemos por mantenemos siempre unidos… O todos o ninguno.

Liadrin alzó su copa y se preguntó si sus palabras habrían llegado muy hondo a Dar’Khan; sin embargo, el mago mantuvo un gesto inescrutable cuando levantó su propio cáliz.

El resto se sumó al brindis y tres voces replicaron al unísono:

O todos o ninguno.

La vida les sonreía. La serenidad y la paz reinaban en la ciudad. Pero eso no iba a durar.

Liadrin se encontraba sobre el adarve de las puertas interiores de Lunargenta, observando nerviosamente el avance torpe, pesado y decidido de los no-muertos, preguntándose cómo y por qué su pueblo volvía a hallarse entre la espada y la pared. A unos metros a su izquierda se hallaba Vandellor, quien le lanzó una mirada fugaz y reconfortante.

La peste se había extendido de tal forma que los humanos no eran capaces de contenerla. Y lo más perturbador de todo era que el propio rey de Lordaeron, Terenas Menethil II, había muerto. Se rumoreaba que lo había asesinado su propio hijo, ni más ni menos. Ahora, las ciudades humanas no eran más que un montón de ruinas (la misma capital había quedado reducida a escombros) y el torvo espectro de la muerte avanzaba amenazadoramente hacia las murallas de los elfos.

Una fuerza maléfica guiaba los movimientos de esos ejércitos de cadáveres. Liadrin se preguntó distraídamente si esa figura distante montada a caballo sería su amo. Esa silueta recortada ante el cielo abrasador se hallaba en la cresta de una montaña muy alta sobre la que permanecía totalmente inmóvil, aunque su capa y su pelo espectralmente blanco sí se movían mecidos por el viento. A su alrededor avanzaban los no-muertos en tropel, coronando la cima como si fuera una única ola implacable e inagotable.

Un abrumador hedor a podrido había precedido la llegada de ese ejército de no-muertos; era la pestilencia propia de un matadero de una necrópolis, de los muertos putrefactos. A pesar de que los elfos apenas habían tenido tiempo para prepararse, Liadrin halló consuelo al pensar que sus defensas mágicas eran impenetrables. Se dijo a sí misma que todo iría bien al mismo tiempo que bajaba su mirada hacía esa grotesca muchedumbre que se agolpaba allá abajo.

Unos necrófagos, que avanzaban arrastrando los pies y estaban tan descompuestos que habían perdido cualquier semejanza con un ser humano, conformaban la vanguardia enemiga. Tras esos cadáveres putrefactos, marchaban de un modo caótico unos esqueletos con armadura. Entre estos, caminaban unas abominaciones descomunales, del tamaño de un ogro, que hacían estremecerse a la tierra mientras progresaban lentamente y blandían ganchos, cadenas y guadañas manchados de sangre. Esas monstruosidades horrendas parecían haber sido creadas uniendo retales de diferentes cadáveres; algunos de ellos incluso poseían unas extremidades añadidas que se agitaban ante sus hinchados torsos. Muchos de ellos dejaban un rastro de vísceras sanguinolentas que caían de unas enormes heridas abiertas en sus cuerpos.

Entre esas aberraciones, había algunos seres que todavía parecían humanos; muchos de ellos eran ancianos demacrados ataviados con largas túnicas, que portaban bastones y llevaban sobre la coronilla alguna calavera de animal a modo de adorno; esos seres, que practicaban una magia atroz y manipulaban la vida y la muerte de manera macabra a su antojo, eran nigromantes. En ese instante, Liadrin captó cierto movimiento en el horizonte… y divisó algo más repugnante que esas atrocidades grotescas que portaban cadenas. Esos engendros se asemejaban a unas arañas colosales. Liadrin recordó entonces historias que había oído contar sobre los aqir, una raza de insectos inteligentes hacía mucho tiempo olvidada, cuyos ancestros habían poblado esas mismas tierras en el pasado, antes de que los trols los expulsaran hacía milenios. Si bien el imperio aqiri ya no existía, cabía la posibilidad de que algunos supervivientes de esa raza hubieran sobrevivido escondidos en los rincones más remotos del mundo. De repente, una voz rasgó el aire y resonó con claridad, como si su dueño se hallara a solo unos metros de distancia. Liadrin supo enseguida que pertenecía a esa misteriosa figura montada a caballo. Fue un bramido estentóreo, áspero y frío, en el que todavía podían detectarse leves trazas de humanidad.

El reloj de arena se vacía. Bajad vuestras defensas. Si me permitís acceder a la Fuente del Sol os recompensaré con la servidumbre eterna. Si os negáis… no solo acabaré con vuestras vidas, sino también con las de aquellos que amáis, con las de vuestros padres e hijos, de modo que no quedará nadie para llorar vuestra muerte.

Aunque los ecos de su voz se prolongaron varios segundos, su propuesta solo recibió el silencio por respuesta.

Liadrin miró a Vandellor en busca de cierto consuelo, pero el viejo sacerdote parecía concentrado en evaluar a la multitud congregada ahí abajo. Más allá de él, cerca de la torre de guardia occidental, se hallaba el gran magíster Belo’vir, con los brazos cruzados y aparentemente imperturbable. Pensó fugazmente en Galell quien se había presentado voluntario para ayudar a reunir a todos los niños de la ciudad por si al final había que evacuarlos.

Solo por precaución, por supuesto, se recordó Liadrin a si misma, quien aferró su bastón con más firmeza si cabe al echar la vista atrás para contemplar la Plaza Alalcón. La plaza, que normalmente bullía de vida, se hallaba espeluznantemente vacía. Acto seguido, volvió a posar su mirada sobre el ejército reunido ahí fuera. Seguramente, esas fuerzas repugnantes no suponían una verdadera amenaza. Al fin y al cabo, si ni siquiera los dragones rojos habían sido capaces de penetrar sus defensas en el pasado, ¿cómo iba a hacerlo una muchedumbre de cadáveres animados sin mente?

Bajo la guía del rey Anasterian y con el poder de la Fuente del Sol a nuestro alcance, seguramente podremos repeler cualquier ataque.

Aún así, había algo que no encajaba… Si ese señor de la guerra de pelo blanco de esa cima poseyera de verdad el poder necesario como para entrar en su ciudad, ya habría irrumpido en ella. ¿A qué venían entonces esas fanfarronerías? Era como si estuviera aguardando a algo, haciendo tiempo…

Esperando una señal.

En cuanto Lor’themar coronó la colina que daba a An’telas, supo que algo iba espantosamente mal. Por una razón, sobretodo: que podía ver An’telas. Eso significaba que la magia que debería haber ocultado ese templo al aire libre había sido anulada. Además, los guardianes que tenían que haber estado apostados junto a sus columnas parecían haberse esfumado.

Ordenó a sus forestales que se desplegaran y exploraran la zona. Su teniente, Ry’el, transmitió la orden.

El pelotón de Lor’themar llevaba dos días patrullando por las montañas cercanas a la ciudad de Zul’Aman, la fortaleza de los trols. En cuanto se habían dirigido hacia el oeste, Lor’themar había percibido unas levísimas vibraciones en el suelo que indicaban que unas tropas se estaban desplazando; dedujo que se trataba de un ejército enorme que viajaba hacia el norte, hacia Quel’Thalas. Su pelotón estaba avanzando con premura hacia la puerta exterior cuando había decidido echar un rápido vistazo a An’telas.

La zona que circundaba el templo estaba repleta de huellas y los árboles y la maleza próximos habían sido apartados por lo que debía de ser una fuerza de tamaño considerable procedente del oeste, pero lo más llamativo de todo era la hierba quemada, las plantas marchitas y la tierra devastada que marcaba el camino que habían seguido los intrusos. Lor’themar no estaba seguro de qué podría haber causado exactamente esa devastación tan extraña, pero no perdió el tiempo especulando.

Temía que el factor tiempo fuera vital, sobre todo si…

Mientras bajaba de la cima, el tejado del templo quedo a la vista, de modo que pudo divisar el altar que había dentro.

Vio que había sido reducido a escombros.

A Lor’themar se le aceleró el corazón: el cristal lunar incrustado en el altar había desaparecido. Se lo habían llevado. Pero ¿cómo? ¿Quién? ¿Acaso lo habían robado algunos buscadores de tesoros? ¿O lo había sustraído ese ejército que marchaba hacia el norte cuyo avance había percibido?

An’telas había sido erigida en medio de una intersección de líneas ley, unos canales de inmenso poder mágico que discurrían por las entrañas de la misma tierra. Ese puesto avanzado se había construido sobre una convergencia no tan importante como la Fuente del Sol, ya que esta fuente sagrada había sido levantada justo encima de un descomunal cruce de canales de energía arcana.

En An’telas, incrustado en ese altar ahora destrozado, se había hallado hasta entonces uno de los tres cristales lunares. Según la leyenda, el cristal que se guardaba ahí había sido extraído del Ojo Esmeralda de Jennala cuando el mundo aún era joven.

Había otros dos cristales más; ambos se encontraban enclaustrados en otros templos levantados en otras intersecciones de líneas ley: uno era un trozo de la Piedra Ametista de Hannalee; el otro, un fragmento del Cuerpo de Zafiro de Enulaia.

Esos tres cristales, cargados de energía gracias a las lineas ley, transmitían las arcanas energías de la tierra a la red mágica que protegía Lunargenta. Ese domo de energía era conocido por los elfos como Ban’dinoriel: el Guardián de la Puerta. Se trataba de una barrera defensiva de un poder inconmensurable que hacía palidecer por comparación a las piedras rúnicas, que alimentaban el campo exterior de atenuación; un campo que solo permitía utilizar la magia élfica.

Pero ahora, uno de esos cristales había desaparecido. A pesar de que Lor’themar se aproximó a los escombros y los revisó concienzudamente, la piedra no aparecía por ningún lado. Salió del templo y se arrodilló sobre el suelo del bosque.

Había unas marcas muy profundas en ese terreno quemado; se trataba de un conjunto muy variado de huellas que no se parecían a nada que Lor’themar hubiera visto antes. Y ese olor… esa pestilencia a osario que le revolvía a uno las tripas e impregnaba toda la zona… Ry’el regresó y afirmó que no había hallado ni rastro de los guardianes ni de ningún enemigo.

Lor’themar ordenó a sus hombres que se dirigieran al templo de An’daroth, que se encontraba al sudoeste de la puerta exterior. El tercer templo, An’owyn, se hallaba más al sur de su posición actual y Lor’themar consideraba que no se podían permitir el lujo de retroceder, no si su reino estaba en peligro.

Mientras cabalgaba raudo y veloz, una serie de pensamientos dieron vueltas por su cabeza a la misma velocidad. Si esos tipos que habían asaltado el templo pertenecían a ese ejército, ¿con qué fin habían robado los cristales? En teoría, quizá fuera posible acabar con el Guardián de la Puerta con el poder de esos objetos; esa era una de las debilidades de su sistema defensivo que Dar’khan le había señalado a  Lor’themar, pero tal y como le había dicho al mago en su momento…                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

Por el mero hecho de arrancar los cristales de su sitio, la barrera no iba a colapsarse de inmediato. Si bien el robo de estas reliquias mágicas provocaría que el escudo fuera menguando de potencia con el paso del tiempo, los magos de Lunargenta eran más que capaces de canalizar las energías de la Fuente del Sol para mantener levantadas sus defensas. En realidad, usaban los cristales porque era más conveniente y mucho más eficaz que obligar a los magos a canalizar esa magia todo el día.

No obstante, había otra posibilidad remota de superar sus defensas. Consistía en revertir el flujo de energía de los cristales, lo cual provocaría una sobrecarga que podría hacer que la barrera se viniera abajo. Pero tal hazaña requeriría contar con una fuente de energía de una potencia inconcebible.

Lor’themar aceleró el paso, pues no quería correr ningún riesgo… pero no solo por eso, sino porque unos descorazonadores malos augurios se habían adueñado de lo más hondo de su ser, por unos pensamientos que habría preferido no tener y que le estaban reconcomiendo por dentro.

En todos los años que habían pasado desde el descubrimiento de esas intersecciones, ningún enemigo exterior había descubierto jamás la existencia de los templos ni de los cristales que albergaban en su interior, ni siquiera los trols. Ese secreto lo conocían únicamente los elfos nobles. Sin duda alguna, ninguno de ellos se habría atrevido a traicionar a su raza, aunque lo hubieran capturado y torturado, como le había ocurrido a él. Sin lugar a dudas, ninguno de los suyos sería capaz de poner en peligro todo lo que habían construido y defendido con tanto ahínco.

Esos malos augurios se transformaron entonces en una tremenda sensación de premura. El señor forestal ordenó a sus hombres que corrieran al máximo.

 

Cuando el sol del mediodía alcanzó su cénit, la hedionda podredumbre que procedía del otro lado de las murallas era ya insoportable.

Un mar turbulento de horrendas monstruosidades se extendía ante Liadrin. Ahí no había ninguna formación discernible, pues no parecían tener ningún interés en organizar sus fuerzas de algún modo estratégico, sino que todo lo que hacían era acercarse lo más posible a la muralla en tropel, ya que sus tropas eran innumerables. La avalancha de cadáveres que coronaban la cresta de la montaña había ido menguando hasta convertirse en un mero goteo constante. Liadrin pudo comprobar que el terreno que ese ejército había atravesado hace poco tenía ahora un color repugnante, mezcla de negro y púrpura, que, literalmente, parecía una cicatriz.

La hierba, el suelo, la piedra… nada es inmune a esta peste, reflexionó Liadrin sombríamente.

Entonces, divisó movimiento en la cima de la montaña y pudo distinguir unos carros con ruedas empujados por unos cadáveres putrefactos, en los que transportaban montones de… algo; la sacerdotisa fue incapaz de discernir qué era eso en concreto. Los carros se detuvieron en la cima y entonces pudo comprobar que eran catapultas. Algunos cadáveres arrastraron esos montones de cosas inidentificables hasta esas máquinas de asedio para utilizarlos como munición.

En ese instante, una de las criaturas necrófagas de allá abajo se acercó demasiado a la muralla y rebotó al estrellarse contra la barrera defensiva invisible. En otras circunstancias, la estúpida expresión que se dibujó en la cara de esa criatura quizá hubiera resultado cómica. El engendro se trastabillo hacia atrás y cayó, perdiendo la parte inferior del brazo derecho en la caída. Entonces, hizo algo que era al mismo tiempo absurdo y extremadamente enervante; ese engendro cogió la extremidad que había perdido con la mano izquierda y se dispuso a mordisquearla.

Mientras Liadrin reprimía una oleada de náuseas, la voz de esa misteriosa figura montada a caballo, esa voz tan gélida como un frío viento capaz de helarte hasta los huesos, resonó una vez más.

No sobreestiméis vuestro poder. ¡Y no subestiméis el mío! ¡He sobrevivido a pesadillas inimaginables! He viajado hasta los confines del mundo y he renunciado a todo cuanto quería. No penséis ni por un momento que vuestras murallas doradas me disuadirán. ¡Soy el heraldo del apocalipsis, el portador de la destrucción; el Matarreyes! Os lo vuelvo a repetir, bajad vuestras defensas.

Es él, pensó Liadrin. Arthas, el príncipe caído que asesinó a su rey, a su padre. Arthas, quien ya no era un hombre, sino un monstruo. De repente, la inquietud la dominó, pues conocía al fin la identidad de su enemigo y sabía que éste había traído la calamidad a su propio pueblo. Entonces, decidió recurrir al poder del cristal colocado sobre el extremo superior de su bastón para poder concentrarse, para poder desterrar todas las dudas que plagaban su mente y para poder centrarse en el problema que ahora tenía entre manos.

Cerca de la puerta interior se oyó al gran magíster Belo’vir responder con un tono de voz imperativo propio de un barítono.

Infinidad de ejércitos han hollado este mismo suelo y han lanzado las mismas baladronadas que tú —vociferó, con un tono que denotaba una tremenda confianza a la vez que resultaba un tanto burlón—. ¡Como puedes ver con claridad, todos fracasaron a pesar de sus ímprobos esfuerzos! ¡Y tú hoy no vas a tener más suerte! ¡Ese ejército sin mente que comandas estaría mejor si hubiera permanecido muerto!

El jinete respondió inmediatamente con una fría bravata:

Ciertamente, conozco a alguien que hubiera deseado que eso fuera así. Alguien al que todos admirabais…

El jinete obligó a su caballo a girar.

Acércate —ordenó.

Las aberraciones que se hallaban más cerca de él se apartaron y una figura flotó a través del espacio que dejaron. A pesar de la lejanía, Liadrin pudo discernir que era una mujer de su propia raza… Por un segundo, esa mujer guardó un desafiante silencio. Entonces, la figura montada a caballo hizo un leve gesto. La mujer se retorció y contorsionó, echó la cabeza hacia atrás… y gritó.

Liadrin soltó su bastón para poder llevarse las manos a los oídos y, durante vanos segundos, mientras ese chillido duró, fue incapaz de moverse y apenas pudo respirar. Cuando ese aullido se apagó, la sacerdotisa no estuvo siquiera segura de si había acabado o no, ya que todavía resonaba en sus oídos ese chillido capaz de perforarle los tímpanos. Intentó sobreponerse al mareo subsiguiente mientras esa espantosa mujer hablaba; su voz sonó amplificada, tal y como lo había hecho la del jinete negro que la controlaba.

Haced… lo que dice. Si… obedecéis, será… misericordioso.

Liadrin oyó entonces que alguien respiraba hondo a su izquierda. Era Vandellor, quien negaba con la cabeza, pues era incapaz de aceptar la verdad que acababa de descubrir, al mismo tiempo que decía:

Esa voz… se parece a la de…

La desesperación se adueñó del semblante del anciano, a la vez que intentaba distinguir con más claridad esa figura. Liadrin supo inmediatamente qué quería decir. Conocía perfectamente esa voz. Era la voz de alguien que había halagado a Lor’themar en la ceremonia de ascenso, era la voz de alguien a quien los elfos habían considerado una líder valiosa, respetada y querida.

Era la voz de Sylvanas Brisaveloz.

Lor’themar empujó a sus hombres a correr más y más, casi hasta el límite de sus fuerzas. Cuando se acercaba el atardecer, cruzaron una amplia franja de tierra devastada y erosionada muy similar a la que habían visto en An’telas, por lo cual decidieron avanzar con más velocidad si cabe hasta An’daroth.

Al forestal se le partió el corazón al ver un montón de cadáveres desperdigados entre las ruinas. Al igual que en An’telas, lo que todavía quedaba en pie en ese edificio era visible; el templo estaba destrozado, la piedra lunar había desaparecido y la devastada tierra tenía un color negruzco. Pero al contrario de lo que había sucedido en An’telas, aquí los guardianes yacían muertos a plena vista.

Sin ningún género de dudas, los corazones de esos elfos caídos ya no latían; su sangre impregnaba los escombros dispersos y unos agujeros enormes y profundos se abrían en sus pechos, gargantas y espaldas. Aun así, Lor’themar quiso asegurarse. Se arrodilló junto al guardián más cercano y le buscó el pulso. Ry’el ordenó a los demás que hicieran lo mismo.

El segundo cuerpo que el señor forestal examinó tampoco tenía pulso, al igual que el primero. Los ojos de Lor’themar se cruzaron con los de Ry’el. El teniente y los demás hombres se habían desplegado hacia el norte y se encontraban cerca de unos árboles. Con una mirada sombría y un leve movimiento de cabeza, Ry’el le confirmó que el resto de los guardias caídos también estaban muertos.

Lor’themar entornó los ojos y divisó unas sombras que emergían del bosque, a espaldas de sus soldados. En solo una fracción de segundo, sostenía su largo arco en sus manos, en el que ya había colocado una flecha y cuya cuerda había tensado tanto que las plumas del astil le acariciaron la mejilla. La luz del sol que se filtraba por el follaje reveló que sus armaduras y sus facciones eran élficas; sí, eran los guardianes de An’telas. Aliviado, el señor forestal bajó su arco. Ry’el se volvió en cuanto esos elfos salieron del bosque, Lor’themar se percató de que habían sufrido unas heridas espantosas. Al elfo que encabezaba ese grupo le faltaba casi todo el brazo izquierdo y gran parte del cráneo de modo que su larga melena rubia solo pendía de un lado de su cabeza, ya que en el otro lado solo había una gruesa costra de sangre seca. Los demás habían sufrido unas heridas igualmente atroces; de hecho, resultaba increíble que aún fueran capaces de andar. No obstante, había algo más, algo terriblemente inquietante en la manera que avanzaban lánguidamente en silencio. Sus rostros eran totalmente inexpresivos. No mostraban ningún alivio por haberse encontrado con sus compañeros elfos, ni siquiera evidenciaban el porte sombrío de aquellos que acaban de participar en una batalla y han terminado agotados. ¿Acaso se hallaban conmocionados?

En cuanto Ry’el se les aproximó, el primero de los guardianes alzó su espada y, sin inmutarse lo más mínimo, decapitó al teniente. Al instante, el resto de los guardianes arremetieron contra los forestales, quienes, presa de la incredulidad, se quedaron paralizados momentáneamente, al igual que el propio Lor’themar.

Poco a poco, el señor forestal fue asimilando que los guardianes que estaban atacando a sus hombres estaban realmente muertos. Habían fallecido y, de algún modo, habían vuelto a la vida… con la intención de matarlos tanto a sus hombres como a él. Lor’themar intentó superar su desconcierto para poder reaccionar, pero en cuanto desenvainó su espada, el centinela cuyo pulso había comprobado solo unos segundos antes (ese centinela que estaba muerto, sin lugar a dudas) se levantó silenciosamente y se puso de pie a su espalda.

Liadrin y Vandellor intentaban recuperarse del sobresalto que se habían llevado al haber visto a Sylvanas Brisaveloz, una amada matriarca de su pueblo, convertida en un mero títere desprovisto de vida cuyos hilos manejaba ese príncipe caído. Vandellor se encontraba visiblemente afectado.

Por la luz… Sylvanas. ¿Cómo puede ser? —masculló lo bastante alto como para que Liadrin pudiera escucharlo.

El gran magíster Belo’vir permaneció en silencio. La sombra de una tremenda tristeza planeaba sobre él. Liadrin notó que una diminuta grieta de incertidumbre se extendía por los cimientos de su fe. Si la misma general forestal había caído ante este enemigo, ¿de qué más serían capaces esos nuevos adversarios? Cuando Liadrin pisó por primera vez el adarve, hizo gala de una confianza inquebrantable, pero ahora…

Justo entonces, un fogonazo de luz ámbar estalló en el cielo. Todos elevaron la cabeza hacia el firmamento. Liadrin se giro. Ese rayo solar había surgido del norte, que se hallaba a sus espaldas, del lugar donde se encontraba la Fuente del Sol. La explosión se disipó. En la lejanía, el jinete negro se volvió hacia los miembros más cercanos de esa abominable muchedumbre. Acto seguido, una de esas criaturas le entrego un objeto cubierto con una tela oscura.

El príncipe caído espoleó a su caballo para que descendiera de esa cima. Su pelo y su capa ondearon al viento mientras esas monstruosidades se apartaban ante él. Enseguida, se halló en una elevación próxima y Liadrin pudo verlo con más claridad; comprobó que su montura era, en realidad, un corcel putrefacto, esquelético y provisto de cuernos, cuyos ojos ardían y cuyas pezuñas refulgían. El expríncipe Arthas, por su parte, a pesar de su palidez y de hallarse un tanto demacrado, podría haber pasado por un ser humano.

En ese instante, el líder enemigo se volvió para que todos pudieran contemplar el objeto que sostenía en la mano derecha. Súbitamente, habló con su atronadora voz glacial.

¡Ciudadanos de Lunargenta! Os he dado múltiples oportunidades de rendiros, que habéis rechazado tozudamente.

Entonces, apartó la tela que cubría aquel objeto y lo sostuvo en alto: se trataba de tres cristales unidos, que conformaban una piedra más grande.

Vandellor profirió un grito ahogado y Belo’vir dijo de repente:

Son los cristales lunares. ¿Cómo es posible?

Esas gemas ardieron allá abajo con un intenso fuego en su interior cuando el jinete proclamó:

¡Debéis saber que hoy toda vuestra raza y todo vuestro pasado será borrado de la faz de la Tierra! ¡La misma Muerte ha venido a reclamar el noble hogar de los elfos para si!

Una luz multicolor estalló en un fogonazo cegador. La muralla que se encontraba a los pies de Liadrin tembló, a la vez que unas líneas de fuego recorrieron la Tierra. Allá en lo alto, la misma esencia de la barrera defensiva de los elfos se vino abajo en cuanto un anillo incandescente se extendió, como una onda en un estanque, a través de ese escudo invisible acompañado de un rugido ensordecedor. Unas cascadas deslumbrantes de energía ondularon ante sus ojos hasta desaparecer. En solo unos segundos, la mayor defensa de los elfos nobles, el Guardián de la Puerta, había caído.

Belo’vir se volvió y bramó:

¡Arqueros, ocupad vuestras posiciones en la muralla! ¡Preparad los dracohalcones!

A continuación, se giro hacia el magíster más cercano.

¡Avisa a la Asamblea de que Ban’dinoriel ha caído, de que hay que a alzar la barrera de nuevo! ¡Deprisa!

El magíster asintió, se transformó en una luz deslumbrante y se desvaneció.

Los arqueros elfos ocuparon en tropel el adarve, al mismo tiempo que la grotesca turbamulta de aberraciones del otro lado se acercaba como una avalancha. La vanguardia de cadáveres putrefactos logró subir a la muralla por la que treparon a gran velocidad, mientras otros cuantos miembros de ese ejército cavaban frenéticamente por debajo de esta construcción. Belo’vir alzó ambas manos, como si estuviera sujetando una copa invisible entre ellas y, al instante, una turbulenta bola de fuego se formó ante él. Los magos posicionados a lo largo del adarve hicieron lo mismo y generaron una serie de orbes ardientes. En solo unos segundos, las llamas se aplanaron y extendieron, creando un lazo de fuego que cubría toda la muralla a lo largo.

Belo’vir y el resto de magos bajaron las manos y, de inmediato, las llamas descendieron por la muralla como un descomunal tapiz ardiente, que incineró a toda la vanguardia del ejército de no-muertos.

En esos instantes, centenares de arqueros se agolpaban en la plaza Alalcón y en el bazar al este. En cuanto Belo’vir dio la orden, los arqueros de allá abajo, así como los de la muralla, colocaron sus flechas en sus arcos y estiraron sus cuerdas al unísono.

El gran magíster elevó una mano y, acto seguido, la bajó. Los arqueros dispararon y el silbido de un millar de veloces flechas rasgó el aire. Una andanada que oscureció el cielo sobrevoló la cabeza de Liadrin y cayó sobre la multitud congregada ahí fuera, atravesando extremidades, torsos y cráneos… sin embargo, dio la impresión de que esos proyectiles eran como meras gotas de lluvia para casi todas esas monstruosidades de pesadilla, pues, lamentablemente, ni una sola de esas criaturas mordió el polvo.

El príncipe caído se volvió hacia Sylvanas e hizo un leve gesto. Belo’vir suspiró profundamente.

Hay que variar de estrategia… ordenad a los arqueros que prendan fuego a sus…

El chillido ensordecedor que profirió a continuación la exgeneral forestal obligó a Liadrin y Vandellor a arrodillarse y a Belo’vir a taparse los oídos. Un silencio sepulcral reinó a continuación, que fue aprovechado para que las catapultas situadas a lo largo de la cresta de la de la montaña lanzaran sus proyectiles de carne y hueso. Al instante, un amasijo de extraños objetos deformes impactó contra la muralla. Uno de ellos golpeó a un arquero situado cerca de Liadrin, provocando su caída. Liadrin se horrorizó al comprobar que el proyectil, que había aterrizado sobre la pasarela, era una cabeza decapitada, cuyos ojos velados contemplaban fijamente la nada, cuyas horripilantes facciones estaban congeladas en el gesto de estupefacción que aquel hombre había esbozado en sus últimos instantes de vida. Era un elfo; sin duda alguna, uno de los forestales de Sylvanas.

Liadrin escrutó la muralla y el terreno situado allá abajo, donde pudo ver un amasijo de trozos de cuerpos, órganos y sangre que habían sido lanzados desde las catapultas a modo de proyectiles. Como no había duda de que ese conjunto de extremidades, vísceras y torsos no iba a hacer ningún daño estructural a la muralla, dio por sentado que ese ataque buscaba únicamente desmoralizar y aterrorizar a sus rivales, destrozarlos psicológicamente.

Pues no va a funcionar.

Entonces, Liadrin, cuyo mundo todavía se hallaba sumido en una mortaja de silencio, decidió coger su bastón con ambas manos y fijó la vista en el horizonte.

Unas criaturas gigantescas que recordaban a unos murciélagos ocuparon el cielo por entero, a la vez que ese ejército de no-muertos arremetía en tropel contra la muralla. Súbitamente, unas enormes sombras planearon fugazmente por encima de Liadrin, quien alzó la mirada y vio a decenas y decenas de jinetes de dracohalcones que volaban a gran velocidad dispuestos a entablar batalla.

En solo unos segundos los dracohalcones se abalanzaron sobre esas pesadillas con alas y entablaron un espectacular combate aéreo, utilizando sus alas como armas, hicieron cabriolas en el aire y chocaron con sus adversarios.

Los cadáveres volvieron a trepar por la muralla mientras muchos más continuaban cavando allá abajo y una turbamulta de abominaciones horrendas arremetía contra la puerta principal. Liadrin miró a ambos lados y lo único que pudo ver fue a un mar de enemigos; una marea realmente sobrecogedora. Fue consciente en ese instante de que los elfos no podrían defender como era debido toda la muralla ni todas las puertas.

El pánico la dominó y tuvo que concentrarse para recobrar la compostura. Intentó contactar con la Luz para poder sanar a esos jinetes de dracohalcones heridos que se veían superados en número. Vandellor, quien justo acababa de empezar a hacer lo mismo, tenía dibujado en su rostro un gesto de gran concentración y ambos brazos estirados, así como las manos envueltas en un tenue fulgor. De repente, unos haces de luz, que parecían haber surgido de la nada, alcanzaron a los jinetes que surcaban el cielo.

En un principio, Liadrin tuvo la sensación de que la Luz no estaba respondiendo a su invocación. El miedo se apoderó de su mente y perdió la concentración; sintió un temor que iba más allá del mero miedo a la muerte o a que cayera la ciudad, sino que era algo mucho más profundo, algo que no alcanzaba a…

Entonces se dio cuenta de dónde se hallaba el problema: en la Fuente del Sol. Sus energías parecían hallarse muy lejos, era como si algo las amortiguara, como si su reconfortante esplendor se encontrara atenuado por alguna fuerza desconocida. En ese instante, a duras penas fue capaz de oír el fragor de la batalla que los cadáveres que habían alcanzado la parte superior de la muralla acababan de desatar, los arqueros más próximos soltaron sus arcos y empuñaron sus espadas, pues tanto ellos como los magos iban a tener que combatir ahora cuerpo a cuerpo.

Liadrin se recordó a si misma que por mucho que las energías de la Fuente del Sol no le llegaran como era debido, eso no podía impedir que invocara a la Luz. Cerro los ojos y buscó el brillo de la Luz. valiéndose de su bastón para poder mantener la concentración. Sin embargo, en cuanto la bendita gloria de la Luz la inundó…

… oyó un FUOOOOSSS atronador por encima de su cabeza, seguido por una colisión que estremeció la mampostería e hizo volar escombros por doquier en medio de una espesa nube de polvo.

Una de esas criaturas con forma de murciélago, que llevaba agarrado a un dracohalcón, se acababa de estampar junto a su presa contra la torre de guardia más próxima. El dracohalcón y su jinete habían salido despedidos al chocar contra esa estructura, habían caído al suelo y habían sido devorados rápidamente por esa muchedumbre de no-muertos. La pesadilla con alas, sin embargo, había acabado cayendo sobre el adarve situado entre Belo’vir y Vandellor aplastando a un arquero y empujando al viejo sacerdote al suelo.

Liadrin alejó a Vandellor de ahí. El monstruoso murciélago chilló de dolor. Belo’vir lo agarró de una de sus alas, que también eran brazos, y alzo su mano libre, la cual estaba envuelta en llamas. De inmediato, la piel de esa aberración se endureció, y, acto seguido, la criatura entera quedó petrificada.

Los arqueros situados en las puertas centraron sus disparos en las pesadillas con alas, al mismo tiempo que, en diversos puntos de la muralla, unas criaturas gigantescas con forma de araña emergían de debajo de las baldosas de piedra tras haber logrado abrirse camino por el subsuelo. Por otro lado, Liadrin pudo comprobar que muchas de esas criaturas murciélago yacían ahora en el suelo con sus deformes cuerpos petrificados, inmunes a cualquier ataque.

Entonces, Belo’vir gruñó, se tambaleó y se giró; la punta de una flecha emergía por su espalda, por el costado izquierdo, en concreto. Liadrin corrió hacia él. Esa flecha parecía haber sido tallada por un elfo. El gran magíster se volvió y dirigió su mirada hacia el patio interior, donde divisó a un elfo noble arquero que seguía en pie, a pesar de que le faltaba gran parte del torso inferior, y que tenía una segunda flecha preparada para ser lanzada. El arquero disparó. Belo’vir hizo un gesto y el veloz proyectil estalló en llamas, como si nunca hubiera existido.

Están utilizando a nuestros propios muertos… en nuestra contra — acertó a decir con voz ronca.

Con una sola mano, Liadrin arrancó la flecha de la espalda de Belo’vir mientras que con la otra llamaba desesperadamente a la Luz. Presa de los nervios, notó que la Luz la esquivaba una vez más. A pesar de que expandió su mente y su alma, sintió que la Luz seguía eludiéndola, aunque se hallaba cerca. Siguió intentándolo con más intensidad si cabe y al final…

La energía sanadora bañó al gran magíster en el mismo instante en que un cadavérico desgraciado se encaramaba con dificultad a la parte superior de la muralla a solo unos centímetros de ambos. Liadrin abrió los ojos y, con una explosión de fuego, devolvió a esa bestia horrenda a la multitud de allá abajo.

Súbitamente, se oyó un estruendo atronador procedente de la garita, seguido por el crujido de la madera al astillarse tras recibir el impacto de unos cañonazos. Las puertas principales habían caído. Belo’vir se giró.

¿Por qué no se ha alzado la barrera? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular. Acto seguido, clavó sus ojos en el príncipe caído. La mirada de Arthas se cruzó con la de Belo’vir y a Liadrin le dio la sensación de que había sido capaz de atisbar brevemente una sonrisa en el rostro de su enemigo.

A la suma sacerdotisa el corazón le dio un vuelco cuando, con un chillido muy agudo, la bestia alada que se encontraba entre ambos volvió a cobrar vida, cuando su piel de piedra volvió a transformarse una vez más en pelaje y carne.

Las garras del tamaño de unas dagas de esa bestia hendieron el aire a diestro y siniestro, sorprendiendo a Vandellor y provocando que Liadrin soltara su bastón, que acabó rodando por los baluartes a la vez que Belo’vir agarraba a esa criatura del cuello. Entretanto, abajo, un torrente imparable de monstruosidades atravesaba la destrozada puerta principal. Las puertas laterales situadas al este y oeste cayeron poco después.

Los jinetes de los dracohalcones atacaron con rapidez inusitada; las criaturas murciélago de piel pétrea del suelo volvieron a ser de carne y hueso, y se abalanzaron sobre los arqueros, quienes ya estaban siendo atacados por cadáveres y arañas. Asimismo, muchos más de esos monstruosos insectos emergieron de debajo de la muralla y también irrumpieron por la puerta abierta.

Liadrin apartó a Vandellor a un lado y le clavó la flecha que sostenía en la mano justo en la base del cráneo a esa aberración con forma de murciélago. La criatura aulló. Belo’vir se giró, estiro ambos brazos hacia delante y unas llamas surgieron de sus manos. El fuego engulló a esa criatura, que huyó volando por encima del muro para acabar cayendo sobre esa masa informe de abajo, bajo la cual desapareció.

Liadrin clavó su mirada en el horizonte, donde unos enjambres de esas pesadillas aladas cubrían de nuevo el cielo por entero.

En unos segundos, las criaturas murciélago que acababan de llegar descendieron sobre los jinetes de dracohalcones, que ahora se hallaban irremediablemente superados en número. Vandellor curó a tantos como pudo de un modo desesperado. Liadrin hizo lo mismo mientras imploraba a la Luz que los protegiera en su momento de mayor necesidad.

Una enorme parte de la muralla situada a su derecha tembló y se derrumbó varios metros, ya que sus cimientos estaban cediendo por culpa de los túneles subterráneos que habían abierto las arañas.

Un joven archimago llamado Rommath se aproximó corriendo a Belo’vir, quien estaba apoyado pesadamente sobre la parte superior de la muralla.

Señor, las defensas de la ciudad han caído. Han superado nuestras líneas. ¿Qué debemos hacer?

Belo’vir escrutó el campo de batalla en busca del jinete negro y Sylvanas, pero fue en vano.

La Fuente del Sol se halla en peligro. Debemos retiramos a Quel’Danas para proteger la fuente sagrada.

A Vandellor se le desorbitaron los ojos. Tanto él como Liadrin se volvieron hacia el gran magíster.

¿Vamos a retiramos? Pero ¿qué será de Lunargenta? —preguntó el sumo sacerdote.

La mirada taciturna que les lanzó Belo’vir fue una respuesta más que suficiente.

Ya es demasiado tarde para salvar Lunargenta. La Fuente del Sol es lo único que importa. —A continuación, se giró hacia Rommath—. Evacuad la ciudad. Llevad a los niños a los barcos y partid de inmediato. Teletransportad a toda la gente que podáis a la isla.

El archimago asintió y se marchó raudo y veloz. Vandellor miró a Liadrin y, a pesar de que no tenían ningún lazo de sangre entre ellos, la suma sacerdotisa fue capaz de percibir el amor y la preocupación propios de un padre en sus ojos. A continuación, el sacerdote se volvió hacia Belo’vir.

He de pedirte un favor.

Te lo concederé si está en mi mano.

Vandellor se inclinó hacia el gran magíster y le susurró algo al oído. Acto seguido, un pensativo Belo’vir dirigió su mirada hacia Liadrin. Cuando Vandellor se alejó de él, el gran magíster posó su mirada sobre el anciano y asintió.

Nos vamos.

Belo’vir cerró los ojos, al instante, Liadrin pudo percibir que una potente tormenta de energía los rodeaba. Notó esa misma sensación de que algo tiraba de lo más hondo de su ser que había sentido cuando Dar’Khan había lanzado un hechizo parecido años antes, aunque este era más persistente y mucho más irresistible. En unos meros segundos, Liadrin, Belo’vir, Vandellor y una veintena de arqueros desaparecieron del adarve, dejando atrás únicamente unas ascuas de luz que giraban en el aire en medio de esa devastación total.

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