Cruzó la frontera cerca de Quel’lithien pasando por el desfiladero Thalassiano. Los forestales que custodiaban el paso escondidos entre los riscos del desfiladero, no impidieron que un compatriota regresase de nuevo a su tierra. Aún el lugar estaba herido por la plaga, pero Denoroth creyó que tal vez el Círculo Cenarion y la Cruzada llegaran a este paraje una vez terminada la tarea donde estaban. Subsanar la tierra no era fácil, pero, por fortuna había esperanza. Solo tuvo un momento de distracción contemplativa después de años sin volver a esas tierras; ahora llamada las Tierras Fantasma.
Casi había olvidado cómo era antes. Trotó por el oscuro sendero siniestro; no había un sonido alegre de pájaros, si no el ensordecedor chirrido de los murciélagos y el crujir de las ramas de los árboles mortecinos mecidos por el viento. Tranquilien no estaba lejos, apenas un par de millas desde la frontera. Toda la belleza que tenía antes el bosque negro se transformó en un tétrico y horrible lugar donde el sol dejó de brillar y solo reinaba la oscuridad.
Vio a la guardia que protegía el sendero del sur, subían hasta Tranquilien donde ya podían verse algunas casas que quedaron en pie, aunque deterioradas por la plaga. Se apeó del caballo y buscó entre los habitantes y soldados a quien quería encontrar. Cuando logró localizar a Ethoras, este se encontraba hablando con un explorador
El forestal desvió unos segundos la mirada cuando creyó ver a Denoroth, perplejo. Parpadeó dos veces por si fuera una visión.
-Por el Sol Eterno, ¡sigues vivo! –exclamó, no volviendo de su asombro.
-¡No podré decir lo mismo de ti! -sentenció, estrellando sus nudillos diestros en la mandíbula del forestal.
Le hizo retroceder, casi perdió el equilibrio. Notó el sabor férreo de la sangre. Un par de guardias corrieron al encuentro de ambos elfos, sujetaron a Denoroth, enardecido de cólera, a tiempo. Ethoras, tras palpar su labio vociferó sin entender nada.
-¡¿Se puede saber a qué viene esto?!
-¡Eres un cabrón! -espetó entredientes mientras forcejeaba a sus opresores.- ¿¡Por qué no me dijiste la verdad!?
-¿¡De qué demonios hablas!?
-¡De mi mujer y mis hijos!
Ethoras quedó estupefacto, pues no esperaba que su amigo recobrara a la memoria. Reaccionó comprensivo. Miró a ambos guardias, que aún les costaba sujetarlo.
-Será mejor que te calmes, Denoroth. Te contaré todo cuanto desees saber, pero te puedo asegurar que hay una explicación. No te servirá de nada la violencia, solo te creará problemas. ¿Podemos hablar como personas civilizadas? -tras su pregunta, el guerrero dejó de forcejear y relajó relativamente su expresión. Ethoras, con un gesto, ordenó que lo soltaran. Al hacerlo, estaba más calmado, pero en su mirada había rencor.
– Ven, demos un paseo. -sugirió el forestal, en tono conciliador.
Caminaron hacia el Bosque de Canción Eterna donde aún quedaba algo de belleza de esos parajes. Quedaron cerca del río Elrendar; se escuchaba el arrullo del agua y el canto de las aves que alimentaban a sus polluelos en los nidos acomodados en las ramas de los árboles.
-No creí que te llegaras a acordar de ellos, quedaste muy tocado cuando te encontramos. Te hiciste una fisura en el cráneo. Recuerdo el día en que te encontramos, estabas gravemente herido. Despertaste tres semanas después de lo ocurrido. No sabías quien eras ni cómo te llamabas. No me pareció oportuno hablarte de ellos, el médico te diagnosticó un trauma cerebral que provocaba amnesia parcial o total y en tu caso fue total. De habértelo dicho, podrías haber corrido el peligro de sufrir una grave conmoción.
Denoroth entendió a regañadientes y dio un muy leve asentir, aunque no estaba del todo conforme. Exhaló el aire por la boca y decidió no discutir. Prefirió desviar el tema.
-¿Me viste antes de encontrarme cuando nos invadieron? -preguntó intrigado.
-Si. -Afirmó- Llegamos a coincidir. Nos ordenabas que nos reagrupáramos y formáramos para que no les permitiéramos el paso. Hacer una barrera. Como en los viejos tiempos… -sonrió nostálgico-. Tenías esa mirada centrada en la batalla, casi parecías a tu padre en sus mejores momentos.
-¿Qué ocurrió con mi familia? -inquirió.
Ethoras evadió mirarlo a los ojos tras un largo suspiro.
-Cuando hicimos un reconocimiento, fue después de que la plaga se marchase y supiésemos que podían los Magisters quitar el hechizo ilusorio para engañar a Arthas y a todas sus huestes. Cuando supimos que Quel’thalas quedó vacía… salimos de la Isla del Caminante del Sol, el único lugar donde encontramos refugio y la plaga no pasó por ahí. Fue entonces cuando peinamos todo el bosque por si hubieran supervivientes. Cuando llegamos a tu casa, había sido quemada, no quedó piedra sobre piedra. Encontramos…. cuerpos carbonizados. Apenas los reconocimos. Dos mujeres, un varón, joven… y otro cuerpo más menudo… de una niña. Nos sorprendió que no hayan resurgido como no-muertos. -Masculló, con tono prudente.
Denoroth escuchaba atento con la mirada centrada en el suelo, asimilando y recordando momentos desde que despertó. Ethoras pensó en añadir algo más.
– Cuando fuimos ahí, encontramos que los cuerpos… no estaban enteros.
-¿Qué quieres decir? -El elfo frunció el ceño, captando su atención, mirándole a los ojos.
-Uno de los cuerpos, la de una mujer, estaba entero. La otra mujer, el varón y la niña, estaban… mutilados. -murmuró, cauto.
Denoroth cerró los ojos, con el rostro compungido asimilando tal información. Suspiró hondo y se dio la vuelta dando un par de pasos. Frotó su rostro, exhalando el aire exhasperado; impotente. Ethoras se acercó y apoyó la mano en su hombro.
-Lo lamento -dijo con sinceridad y profundo pesar.
El elfo aferró la mano de su compañero en gratitud.
-Quisiera ir al lugar donde fue mi hogar. Tengo que investigar.
-Denoroth, no te hagas esto. -se colocó frente a él apoyando ambas manos en sus hombros.-¿Para qué quieres hacerte más daño? Está todo destruido, lo único que verás es dolor. Nadie ha pisado ese lugar desde entonces.
-Ethoras… tengo que ir. Todavía no recuerdo todo y quiero saber el resto.
-¿Para qué? -preguntó sin entenderle- No va a reportarte nada bueno. Por favor, olvida el pasado.
-¡No puedo! -Exclamó angustiado, levantando poco la voz, mirándole a los ojos- Hay algo en mi interior que me dice que hay algo más -hizo un ademán, poniéndose la mano sobre el pecho. Temblaba de ese mismo dolor que le oprimía- pero mi cabeza… ¡no consigue recordar! -abarcó el lateral de su testa, con la mano abierta.
-Date tiempo entonces.
-¡YA HE TENIDO TIEMPO, ETHORAS! ¡SIETE LARGOS Y MALDITOS AÑOS! -gritó, desgarrado su garganta. Respiró fuerte, mientras miraba al forestal con el rostro sufrido y exhasperado.
Ethoras guardó silencio ante su reacción y terminó asintiendo comprensivo, aunque no pudiese evitar protegerlo, pues sabía cuánto amaba a su familia y que iba a causarle un gran dolor.
-Iré contigo. -decidió, tras una pausa. Denoroth le miró un poco asombrado por su decisión, pero, lo agradeció en el alma.- No voy a dejarte solo en esto. Por lo menos, por los viejos tiempos. -esbozó una sonrisa leve, el guerrero asintió calmando su desesperación.
El forestal le abrazó con un profundo pésame y en su ayuda demostró que aún era su amigo de la infancia.
La casa Annor no quedaba lejos, a media milla de la Aldea Brisa Pura. Un relativo silencio había entre ambos elfos. Denoroth mantenía la vista al frente, con el corazón encogido. Hacía demasiados años que no pisaba su hogar, o lo que quedaba de él y se mentalizaba constantemente de que debía estar preparado. Ethoras le observaba, se preguntaba si debía de decir más detalles en cuanto llegaran, si sería capaz de soportarlo. Lo veía tan abatido como nunca lo había visto antes. A veces la verdad es demasiado dura para asimilarla, su mirada aprensiva hacia su amigo le hacía callar. Pensó en que debía decírselo cuando vea el desenlace tras visitar aquella casa.
Una ligera niebla a ras de suelo se levantó. La Casa Annor estaba justo en la Cicatriz. Denoroth miraba lo que quedaba de su antiguo hogar. Las paredes estaban derruidas y ennegrecidas, el techo se había venido abajo, había escombros por todas partes, apenas parpadeaba. Su corazón se encogió cuando creyó escuchar la risa de una niña. Su ojos le hicieron ver una visión de un recuerdo, cuando llegó de luchar en una escaramuza contra los Amani:
Sarah ya tenía siete años. Salía de casa al escuchar que su padre había vuelto. Corría hacia él. Denoroth la siguió con la mirada hasta verse a sí mismo con el uniforme de la guardia, cargándola en brazos, viendo cómo se sonreían mútuamente y dar un beso en la tierna mejilla de su niña. Salió de la casa su hijo Daniel, era ya un adolescente. Su yo de la visión le sonrió saludándole mientras Daniel avisaba a su madre desde el umbral y escuchaba «¡Madre, Padre ya está aquí!» e ir hasta su encuentro. Seline se asomó por la puerta. Denoroth escuchó su risa -su preciosa risa- al ver a su yo aupar a su hija y provocar un grito de júbilo a la pequeña. Llegaban los tres hasta el umbral. El Rompehechizos quedó frente a su mujer y le dio un beso en sus labios muy dulce. Olió la embriagadora fragancia de su pelo antes de dar un beso en la frente de su esposa y sentir el calor de su abrazo. No había mejor bienvenida. El elfo rió cuando la niña buscó los brazos de su madre y así bajarse de sus hombros. Desaparecieron después al entrar en la casa, en familia.
Los ojos del guerrero se empañaron en lágrimas. Bajó del caballo, Ethoras hizo lo mismo pero se quedó detrás, dejó que se acercara mientras le observaba.
Sus pasos aunque lentos, eran seguros. Apartó la runa de la entrada para abrirse paso, rebuscando entre los escombros.
-No podrás encontrar demasiado -dijo su compañero- Saquearon lo que encontraron de valor antes de que llegásemos.
Denoroth tan solo asintió al escucharlo, aún así, seguía apartando desechos carbonizados hasta llegar al suelo donde vio entre polvo, tierra y cenizas, rastro de sangre ennegrecida y seca. Había pasado tiempo y tenía razón Ethoras. Cayó de rodillas al suelo posando la mano en el rastro. Cerró los ojos con rostro compungido, lleno de dolor. Susurró con voz quebrada:
-Debiste llevarme a mi y no a ellos… A ellos no… -seguidamente, oró entre lágrimas, cabizbajo, lo que nunca había hecho, recordando la fe de Seline y de la Luz, alzando un ruego:
“Luz, recógelos en tu seno. Diles que regresar con ellos es mi único consuelo. Haz que descansen en paz allá donde estén. Apiádate de sus almas e indícales el camino hacia las tierras imperecederas donde algún día regrese con ellos”
Ethoras le escuchó, eran palabras llenas de tristeza. El guerrero abrió los ojos con un nudo en la garganta, pues a pesar de todo, para él no habían pasado tanto tiempo, tan solo hacía pocos días que empezó a recordar lo que había sido, lo que tuvo y el vacío que quedó después. Vio algo en el suelo atrapado entre los escombros. Presto, fue apartando los residuos que estorbaban. Era un lienzo algo estropeado, deteriorado por las llamas, casi consumida la imagen, pero aún podía verse, estaba rajado por la mitad; unió los cortes. Abrió los ojos tras sucumbir a un nuevo recuerdo:
Hacía pocos meses que Sarah había cumplido los nueve años, ese día se iba a retratar a la familia, era primavera. Seline estaba un poco nerviosa, miraba de que todos estuvieran bien presentables. Daniel tenía trece años, estaba apunto de entrar en la Academia de infantería.
Recordó los entrenamientos de cada mañana que hacían ambos. Iba cogiendo destreza en la espada, se hacía fuerte. Cada vez se sentía más orgulloso de él. No iba a heredar la Espada de Annor, pero había algo que sí podía hacer cuando él no estuviese: perdurar el nombre Annor’Othar. Le embargó una inquietud en ese sentimiento, aún sentía que no estaba demasiado conforme, pues en su interior aún recordaba el rechazo del “Legado”.
El cielo se encapotó, habían nubes negras amenazando con una tormenta. Se oían los truenos en la lejanía. A pesar de que el hechizo de la eterna primavera perduraba, desde ese cataclismo, sacudió tanto los cimientos de la tierra, como las Líneas Ley, provocando que el hechizo milenario quedara algo inestable. Los vigías de las Lineas Ley trabajaban en los sagrarios para que volviera el orden.
-Denoroth, vámonos. -avisó Ethoras.
El guerrero aún seguía inmerso en sus recuerdos. De pronto, oyó voces en su cabeza, voces que le eran familiares “Traidor”. Un destello de un rayo iluminó el paraje, Denoroth se sobresaltó. Jadeó. Se puso en pie. En la pared que aún quedaba erguida, colgaba un espejo echo añicos en la que creyó ver en un delirio la mirada severa de su padre. Comenzó a diluviar, Denoroth sacudió la cabeza, respiraba muy fuerte. Ethoras fue a su encuentro, notó enseguida que algo iba mal.
-¿Denoroth? -apoyó la mano en su hombro. Este le miró un poco confuso y angustiado- ¿Estás bien? -le preguntó preocupado.
-Sí…-respondió inseguro. Volvió a mirar el cuadro de su familia, las gotas de la lluvia limpiaban lentamente el lienzo cubierto de ceniza.
-Vayámonos a refugiarnos del aguacero. Vámonos de aquí.
Asintió aún afectado y aturdido, le pareció buena idea. Cabalgaron hasta la plaza Alalcón hacia la posada, estaban empapados. Ethoras pidió alojamiento y un poco de comida caliente para entrar en calor, pero Denoroth no quería probar bocado, lo que había visto le tenía en vilo. Se sentaron en una mesa apartada del resto de la gente que se guarecían de la tormenta.
-No has abierto la boca desde que nos fuimos de la casa Annor. -dijo Ethoras preocupado.- Algo te ocurre, puedo verlo en tu rostro. Sabía que no era buena idea.
-Hay algo…-comenzó a hablar.- que pude recordar estando ahí. Pero… es demasiado confuso, difuminado e inestable.
Ethoras le miró con cierto asombro, le creía destruido y muy afectado, sin embargo en apariencia parecía estar entero y de una pieza.
-¿Puedes explicarlo? -preguntó intrigado.
Denoroth sacudió la cabeza, con los ojos fijados en algún punto de la mesa, forzando la mente.
-Es difícil, ni siquiera sé si es real. He tenido sueños muy confusos todo este tiempo. Parte de lo que soñé era real, pero no reconocía nada de lo que veía en ellos. Lo demás, era muy surrealista. -frunció el cejo, levantó la vista hacia su compañero.- Me dijiste, que cuando hicisteis un reconocimiento y llegasteis a la Casa Annor, encontrasteis cuatro cuerpos y la casa había sufrido un incendio.
-Sí…-respondió intrigado, notó que estaba indagando.
-Pero eso no es el modus operandi de la plaga. -se extrañó, meditando en medio de los recuerdos, gestionando las emociones y buscando analizar la situación.
-Lo sé. Creemos que el incendio surgió antes de que la plaga entrase por el sur.
-Dijiste cuatro cuerpos, -Volvió a decir, recapitulando- ¿No encontrasteis ningún cuerpo más alrededor de la casa?
Ante aquella pregunta, creyó oportuno decirle algo más, pero habló con prudencia.
-Había más que eso. Encontramos a un miembro de tu casa, vivo. Hacía años que no lo veía, me fue difícil identificarlo de buenas a primeras.
-¿Quien? -preguntó con intriga, esperanzado.
-Tu sirviente, Mendoreth Dobrah’rien -frunció un poco el cejo al hacer memoria.
-¿Qué le pasó?
-Lo encontramos con los ojos arrancados y la lengua cortada, tirado en el suelo y agonizando, escondido a ojos de la plaga, en una madriguera de conejos. Cuando lo llevamos al campamento para que pudieran sanarle, balbuceaba, no logramos entenderle. Tratamos de serenarlo y le dimos un papel y una pluma por si quería decirnos algo. No paraba de escribir “Toda la culpa es mía” mientras lloraba lágrimas de sangre. Sus heridas de los ojos no habían sanado, fue… espantoso. Fue entonces cuando dedujimos que… lo que ocurrió en tu casa no fue obra de la plaga, si no que él había quemado tu casa y asesinado a los habitantes de ella.
Se dio un momento para asimilar la información. Negaba continuamente la cabeza sin dar crédito, incrédulo.
-¿Donde está?
-Lo encerramos en las mazmorras. Por negligencia del propio Regente, no se le condenó a muerte, pues era un caso extraño y le pareció apropiado que investigáramos antes al saber a qué familia servía. -al acabar de relatar el resto que le ocultaba, cogió su brazo previniéndolo.- No sé si está vivo en estos momentos, han pasado años, y en el caso de que quisieras ir a las mazmorras, no vayas hoy. Date un momento, amigo mío. Acabas de sufrir una conmoción en ese lugar.
Suspiró entrecortado, angustiado, negando con la cabeza. Una presión crecía en su pecho y apenas le dejaba respirar. Se pasó la mano por la cara y terminó asintiendo. Se levantó de la mesa.
-Voy a tomar el aire. Necesito… un instante.
-Desde luego…-dejó que se levantara y le siguió con la mirada, aprensivo.
Denoroth le era difícil asimilar todo. Al salir fuera de la posada, buscó de su morral su pipa. Tenía las manos temblorosas, necesitaba calmar su desasosiego, pero no podía siquiera preparar el calibre. Estrelló la pipa en la pared de ese corto pasillo de la posada. No podía creerlo. A Mendoreth lo había visto desde su niñez, siempre fiel, siempre entregado. Cada vez se encolerizaba más. Salió fuera donde caía el aguacero, necesitaba sentir las gotas de lluvia por su rostro. Cerró los ojos, con tremendas ganas de gritar. Jadeaba.
Había un árbol robusto cruzando la plaza, eran demasiadas emociones juntas, no podía soportarlas más. Corrió, chapoteando el agua del suelo adoquinado hacia aquel árbol retorcido de hojas doradas. Apretó los puños con tanta fuerza, que tenía blanco los nudillos. Comenzó a pegar puñetazos en el tronco con todas sus fuerzas liberando toda esa tensión. Una y otra vez, cada vez más enérgico, a más velocidad, proliferando un grito desgarrador que arrastraba toda su agonía. Cuando ya no podía más, cayó de rodillas, apoyó la frente en el tronco y rompió a llorar amargamente.