La ciudad de Orgrimmar le pareció un buen lugar para negociar, pasar la noche en una posada fumando pipa de la mejor cosecha de Mulgore y embarcar en el primer zepelin hacia Grom’gol. No se acostumbraba al nuevo cambio de la ciudad, incluso la gente parecía vivir más deprisa. Jamás había visto Orgrimmar tan abarrotada.
Denoroth comerciaba y compraba lo que necesitaba, a pesar de que ya era medianoche avanzada, la ciudad no dormía. Encontró una elfa muy ligera de ropa. Por la forma en que daba explicaciones a un conocido suyo, era capaz de prostituírse con el fin de ganarse unas monedas de oro.
“Tentador, pero demasiado fácil para mi gusto” se dijo para sí.
La sugirió vestirse, ya que pareció haberla ofendido su amigo por llamarla ante la evidencia que mostraba. La muchacha mandó no solo al cuerno a su compañero, si no también a todos los que la rodeaban. Denoroth llegó a concluir ante la extraña situación surrealista, en que algunos les había afectado tanto el cataclismo que ya rozaban la demencia. La confirmación de su teoría llegó cuando de repente, al entrar en la casa de empeños para subastar unos objetos que poseía de valor, un trol estuvo dispuesto a desafiarle sin más. En respuesta, cual cortesía del más excelso y refinado noble (poco apropiado en él, a menos que la ocasión lo requiera), con cinismo léxico y un tilde de sarcasmo, ante todo por la… poca comprensión de su interlocutor hacia determinadas expresiones y sin esperar a que lo entendiera, se despidió con el placer de no conocerle. La cara del trol tras escucharlo, era un verdadero poema.
Cansado, entró en la Taberna, se despojó de su armadura pesada, dejó la espada encima de la hamaca y la desenfundó para limpiar la sangre seca de algunos recovecos del filo. Pasó el trapo con cuidado, se detuvo ante la inscripción grabada en la hoja, cerca de la empuñadura:
Giró la hoja lentamente, donde en el reverso, había otro grabado:
Entrecerró los ojos algo incómodo, y enfundó de nuevo la espada. Sacó su diario y su pipa de la alforja, donde mezcló en el calibre la hierba con polvos arcanos. Decidido, se dirigió a la torre de la entrada de la ciudad, donde el bullicio apenas se oía y la soledad era buena compañera. Encendió su pipa tomando una calada y procedió a escribir:
“Se lo que fui, pero no lo lamento. Al menos, no lamento haber abandonado la guardia. Tal vez sea una especie de ángel caído con alas negras, más aún cuando esa sensación de vacío no logras quitártelo jamás. La única conclusión que tengo, es que deshonré mi linaje, aunque aún no sé cómo. Quizás algún día mis errores se paguen.
Vuelvo a Grom’gol como antaño, aunque esta vez sin mis compañeros nativos. Todos perecieron en la avanzada de Zoram, cuando el horror barrió la costa con sus ardientes alas. Será la primera vez que no cobre por mis servicios, ¿será que me estoy ablandando? ¿O quizás las palabras de aquella maga han hecho mella en mí?”
En el cuello del guerrero colgaba un medallón que la elfa creó mágicamente delante de sus ojos. Sujetó el colgante y lo miró fijamente: Era un medallón circular con el relieve y el símbolo de un ojo áureo en filigrana dorada. El fondo, era de color púrpura, y el iris, era como una gema preciosa, parecida a la de un rubí.
Su mirada desprendía una incertidumbre, frunció levemente el cejo.
-¿Qué quieres de mí? -murmuró pensativo e intrigado en voz alta, mientras escudriñaba el ojo. Esperaba tal vez alguna reacción, quizás una señal, pero, el inerte colgante no respondió. Suspiró decepcionado y molesto por imaginar siquiera tal estupidez. ¿Un milagro quizás? ¿La respuesta a todas sus inquietudes? Echó a un lado tal pensamiento y decidió volver a la taberna, pero al hacerlo, la contaminación acústica era insoportable. Su alivio llegó cuando la tabernera cerró la robusta puerta y hubo silencio. Un silencio relativo, aún el ruido se oía de lejos.
Se tiró en la hamaca, se acomodó posando su mano izquierda en la nuca y con la otra jugueteando con el colgante. Con la mirada perdida en el techo, pensaba en su próximo viaje. La luz tenue del brasero y el pequeño balanceo le invitaban poco a poco a un sueño conciliador quedando profundamente dormido. En ese instante, el iris del ojo del colgante brilló.